- Es asombroso como perdura en España la fascinación por algo que jamás ha funcionado y que tiene un enorme coste de oportunidad
Nada me gusta más que la música, por encima incluso del cine y los libros. Sin embargo, las personas que más admiro no son los músicos y artistas, sino los empresarios, las personas capaces de inventarse un negocio y vivificar la economía.
Muchas películas de Hollywood recrean la llegada de riadas de inmigrantes a la Isla de Ellis neoyorquina, en el río Hudson. Entre 1892 y 1954 fue la aduana de recibimiento de unos doce millones de viajeros, la mayoría europeos. Eran personas de toda edad y condición. Muchos no sabían ni decir hello. Hubo historias de medianía y fracaso. Pero no fueron pocos los que se labraron buenas vidas, habiendo llegado con una maleta de cartón como todo patrimonio. Algunos inclusos construyeron imperios empresariales y auténticas fortunas.
Me fascinan esas historias de emprendedores, porque estoy convencido de que si a mí me hubiesen soltado de joven en la Isla de Ellis de principios del siglo XX no habría rascado pelota. Habría carecido del ingenio económico necesario para convertirme de la nada en un empresario, pequeño o grande. Por eso los admiro tanto.
Los españoles nos dividimos en tipos de individuos: los que tuvimos unos padres con un negocio —fuese una tienda de barrio o un bar, o una gran fábrica o una importante compañía de servicios— y los que no. En la lotería de la cuna me tocó ser de los primeros. De niño asistí a la proeza de mi padre, uno de los mejores patrones de pesca del Gran Sol, que con lo que ganó con sus mareas triunfales de copos rebosantes de merluza, cigala y rape acabó convirtiéndose en armador, llegando poseer cinco barcos (con las consiguientes tripulaciones en nómina, más las del personal de apoyo en tierra).
Su éxito empresarial nos permitió vivir muy bien. Pero también pude observar el reverso de la historia. Cuando llegó la crisis del petróleo de finales de los 70 y poco después las restricciones de Irlanda e Inglaterra a los barcos españoles, mi padre como empresario las pasó canutas para mantener el tinglado y pagar a su gente, con noches de jaqueca y desvelo. Allí aprendí de primera mano cómo es la realidad de un empresario. Los beneficios y también el riesgo. La satisfacción de mantener con tu compañía a varias familias… y también el miedo a fallarles si la cosa se pone chunga, o el dolor de ponerlos en la calle si las cuentas no salen.
Todavía hoy muchísimos de nuestros compatriotas se resisten a aceptar el más básico de los asertos de toda supuesta economía de mercado: los empresarios crean riqueza y empleo y conforman la red productiva que sostiene un país. Ese evidente principio se rechaza invocando un anhelo igualitario, que suena muy bien, justiciero, incluso romántico. Pero que suele estar tiznado de envidia y moldeado por la mentalidad de que el dinero crece en los árboles por generación espontánea. La receta socialista concluye siempre en un reparto de mediocridad (una igualación a la baja), con sistemas asistenciales que desbordan los ingresos reales y se sostienen a golpe de deuda y con modelos fiscales extractivos, que lastran la iniciativa empresarial.
Ese modelo ha fallado una y otra vez y explica, por ejemplo, las anómalas y pertinaces cifras de paro de España, donde desde la etapa de González siempre hemos tenido de hecho una política más o menos socialdemócrata, con el único leve oasis de Aznar.
Si lo dices te miran como si te hubieses fumado un camión de grifa, pero creo que hoy España es un país socialista, con todos los problemas que ello acarrea, en especial de coste de oportunidades. Uno de los muchos legados funestos de Sánchez es que sumando funcionarios, parados y pensionistas hay ya más españoles que cobran del Estado que de la empresa privada (13.7 millones frente a 13, cuando en 2008 las compañías daban 13,8 millones de empleos frente a 12,5 millones de nóminas del Estado). De propina, los empleados públicos cobran ya más que los del sector privado.
Además, el culto al estatismo ha cuajado socialmente. En las encuestas, un tercio de los jóvenes españoles manifiestan que aspiran a ser funcionarios, en lugar de afrontar la aventura de las empresas. Uno de cada dos españoles de entre 18 y 55 años ha estudiado una oposición o lo está haciendo.
Añadamos los impuestos más altos de Europa en relación con la media salarial y ya tenemos el retrato perfecto de un país socialista, la España que hemos construido, sostenida a golpe de pufo (la deuda pública está en el 108% del PIB tras la batidora sanchista), toneladas de fondos europeos y fiscalidad confiscatoria. Pero cada pueblo tiene lo que le gusta… y aquí hemos preferido arrendar nuestras vidas al Estado para inflar una gran carcasa pública en lugar de pilotar libremente nuestras vidas con nuestro dinero en nuestros bolsillos.