Olatz Barriuso-El Correo

  • El relato surrealista de la segunda fuga de Puigdemont no oculta las sospechas sobre el intento de evitar su detención ni la evidencia de que, aun así, Sánchez no cuenta ya con una mayoría fiable con la que seguir gobernando

En política, como en la vida, conviene saber separar el grano de la paja. En la fuga berlanguiana de Carles Puigdemont en las narices de los Mossos, la paja es literal y tiene forma de sombrero. Tal cual. Sin duda, es fuerte la tentación de recrearse, una y otra vez, en los detalles surrealistas que jalonan el relato de los hechos acaecidos en la mañana del jueves en torno a la tarima del Arco del Triunfo.

Por ejemplo, ese sombrero, al estilo de los que lucía su animosa pero menguante hinchada, del que el expresident se valió para confundirse entre el gentío, según una primera versión esforzadamente desmentida por el principal interesado este viernes con el mismo ahínco que desmintió en su día lo del maletero. El diablo está en los detalles. Sí parece confirmado que lució una gorra como la de su abogado Boye para seguir despistando al pobre agente de paisano que alcanzó a verle abordar el famoso Honda blanco.

El atestado policial merece, por sí solo, una serie de varias temporadas. La silla de ruedas plegada en el asiento del copiloto para que el mosso a sueldo de Puigdemont pudiera colarles después a sus compañeros la historia de que le ha cambiado el vehículo a una amiga discapacitada porque tiene pedales adaptados. La conductora, identificada por el mosso bueno de esta historia (el infiltrado entre la multitud) entre varias fotografías de mujeres jugando al tenis. Porque resulta que al parecer es una tenista paralímpica afecta a Junts. Insuperable.

La duda es cuántos destrozos provocará el expresident antes de que se le acabe el oxígeno

Y Turull, quedándose con el personal e intentando no carcajearse al explicar que a Puigdemont -que corroboró ayer la versión de su edecán en un segundo vídeo-troleo a Illa-, se le ocurrió fugarse sobre la marcha ante lo desmesurado del operativo policial y «por respeto» a los Mossos, para no ponerles en la ardua tesitura de detener a un prócer de la patria. Debe de ser también por respeto al cuerpo, dirigido todavía por esa Esquerra a la que quiere reducir a cenizas políticas, que Turull no se olvidó de subrayar que ya el martes Puigdemont estaba cenando con él en Barcelona.

Sonroja, por sobreactuada, la pantomima de los junteros y esa ofensa impostada de Turull al porfiar que Puigdemont «no es Hannibal Lecter». Recuerda, con perdón, a aquel célebre lamento de una Belén Esteban saturada de ‘paparazzis’: «Ni que fuera yo Bin Laden». Ése es el nivel, y por supuesto ni las explicaciones de los mandos de la Policía autonómica ni las del expresident y su entorno acaban de cuadrar del todo ni ayudan a disipar la sospecha de que la farsa sólo pudo orquestarse o bien con la connivencia o bien con la pasividad indolente no sólo del Govern catalán, sino también del de España y del de Barcelona.

A fin de cuentas, el pago a Puigdemont por su apoyo a la investidura de Pedro Sánchez, la ley de amnistía, se ha visto aplazado por la interpretación que el Supremo y el juez Llarena han hecho sobre la imposibilidad de aplicar el olvido penal a la malversación. Y, a la espera de lo que decida un Tribunal Constitucional de mayoría progresista, cabe como mínimo sospechar, sin ser especialmente malpensado, que para no dar a excusas a Puigdemont para romper la baraja en Madrid es mejor ponerse de perfil y echar la culpa de todo a unos Mossos desprestigiados sin remedio y utilizados como pieza de ajedrez.

El Gobierno ha elegido como pareja de baile a ERC pero los frentes abiertos desaconsejan por ahora un adelanto

Como la sospecha resulta imposible de demostrar, la dejaremos también en el terreno de la paja. Igual que las motivaciones reales de un Puigdemont que, por resumir, ya sólo rinde cuentas ante sí mismo porque sabe que se le acaba el oxígeno y se resiste a bajar de su pedestal. La duda es cuántos destrozos -y cuántas muertes políticas como la suya, inevitable a la postre- provocará antes de que la respiración artificial deje de funcionar. ¿La de Sánchez? ¿Cabe imaginarle apoyando una moción de censura de Feijóo sólo para seguir viviendo del espectáculo (y del cuento)?

Seguramente no (Vox seguiría haciendo falta y la operación es demasiado grotesca), aunque, como dejó claro el conseller de Interior fiarse de Puigdemont es un mal negocio. El principal interés del expresident, y la razón última de su ‘performance’, es la aniquilación política de ERC. El apoyo a Sánchez en Madrid ha sido una vía más para sobrevivirse a sí mismo, cuando renqueaba olvidado en Waterloo.

El capítulo se ha cerrado ya y Moncloa ha elegido a ERC como pareja de baile, consciente de que no puede contar con Junts como socio estable, ni, probablemente, tampoco como acompañante ocasional para aprobar unos Presupuestos cuya prórroga (la segunda, los vigentes son los de 2023) ocasionaría múltiples quebraderos de cabeza a un Ejecutivo incapaz de concitar a su alrededor una mayoría fiable para gobernar. Pero, a la vez, convencido de que los frentes abiertos del presidente (la instrucción judicial sobre su esposa, el hartazgo progresivo de los barones) desaconsejan disolver las Cortes y adelantar las elecciones por ahora. Ese es el grano, incontestable, de todo este asunto. Puigdemont no es Hannibal Lecter pero, por si las moscas, alguien parece preferir no buscarle las cosquillas.