Javier Moreno Luzón-El País
Los dirigentes del PP se cargarían de razón si no coqueteasen con el pseudorrevisionismo histórico que blanquea la imagen del dictador. Pero recurrir a él para explicar la crisis actual es sorprendente
Que para explicar la crisis catalana actual se recurra a Francisco Franco, un dictador muerto hace cuarenta y dos años, resulta cuando menos sorprendente. Pero así lo hacen numerosas voces, en los círculos independentistas, en un ala de la izquierda española y en unos cuantos medios de comunicación extranjeros. Tras las acciones del Gobierno de España se descubre la sombra de Franco, mientras a Mariano Rajoy se le erige en heredero del Caudillo y de otros autócratas dispuestos a mantener como sea la unidad nacional. Coinciden en este diagnóstico políticos, periodistas y académicos empeñados en describir un Estado ajeno a las normas democráticas occidentales. A propósito del encarcelamiento de los líderes secesionistas, hay quien ha rescatado una tajante sentencia del escritor Rafael Chirbes: “este país apesta a franquismo”.
Una respuesta inmediata a estas afirmaciones consistiría en comprobar que contienen disparates evidentes: en España, se diga lo que se diga en la BBC, no existe un régimen autoritario sino una democracia liberal, con forma de monarquía parlamentaria, en la que se garantizan los derechos y libertades individuales, hay separación de poderes y el Gobierno emana de un Parlamento elegido por sufragio universal. El Estado español es un miembro de la UE con problemas similares a los de sus socios, no un paria internacional. Costaría imaginar, bajo un sistema franquista o pseudofranquista, elementos legales tan consolidados en la vida española como la existencia de comunidades autónomas con extensas atribuciones o la falta de censura, no digamos ya el matrimonio entre personas del mismo sexo.
Sin embargo, tanta insistencia merece alguna reflexión, porque no se trata sólo de una improvisada propaganda pro-catalanista. Semejantes tesis se sustentan sobre bases que las hacen verosímiles entre quienes las repiten. Algunas trazas de la cultura política española y catalana recuerdan a las del franquismo, como los hábitos caciquiles en el manejo de los recursos públicos o la corrupción rampante que vincula a autoridades y empresarios amigos. Nada que no proceda de periodos anteriores a la dictadura y que no ocurra en diversas partes de Europa donde reina también el clientelismo. Además, ahora la prensa airea y los jueces persiguen las corruptelas, que no quedan impunes. Podría hablarse asimismo de los privilegios de la Iglesia, que aún disfruta de un trato preferente que no se corresponde con la secularización de las costumbres, eco de lo que pasa en otros países de la UE con tradiciones católicas.
Algunas trazas de la cultura política apelan al franquismo: caciquismo y privilegios de la Iglesia
En cuanto a la cuestión catalana, pueden atribuirse a reflejos autoritarios los errores en la gestión del desafío nacionalista, como la torpeza gubernamental en el empleo de las fuerzas de seguridad o la actuación de la Audiencia Nacional, que ha tomado medidas preventivas más que discutibles. Pero establecer un paralelismo entre estos hechos y la represión franquista de los nacionalismos subestatales carece de fundamento. Baste recordar que, desde la Guerra Civil hasta los años setenta, no hubo en ninguna zona de España elecciones limpias ni más partidos y sindicatos autorizados que los oficiales, abundaban los presos políticos y se prohibía cualquier expresión nacionalista no española. Ningún gobernador civil de entonces hubiera permitido manifestaciones a favor de la independencia —ni tan siquiera de la autonomía— de Cataluña. La senyera, que podía entenderse como símbolo de una región española, no se izó en los ayuntamientos catalanes hasta 1975.
En realidad, las alusiones a Franco adquieren credibilidad porque su régimen se identifica, sin matices, con el nacionalismo español. No con el castellano, que apenas ha salido de la irrelevancia, sino con el que afirma que la única nación política —dotada por tanto de soberanía— en el territorio de este Estado es España. Un nacionalismo que ha tenido varias versiones desde su aparición durante la guerra napoleónica de 1808, que precedió por lo tanto al franquismo y que lo ha sobrevivido. Durante el Ochocientos y las primeras décadas del Novecientos, hubo españolistas liberales, demócratas y republicanos que, de Agustín Argüelles a Manuel Azaña, concebían España como una comunidad cívica, adornada con características propias pero compuesta de ciudadanos con derechos protegidos por el Estado a través de un régimen representativo. En algunos momentos, como en la Segunda República, estos sectores llegaron a acuerdos con los catalanistas para concederles una autonomía regional.
Relacionar la situación actual con la represión de nacionalismos carece de fundamento
La coalición reaccionaria que apoyó el levantamiento contra la legalidad republicana en 1936 y luego al dictador durante los treinta y nueve años siguientes heredó otras visiones de la españolidad. Por un lado, un nacional-catolicismo que sólo admitía una manera de ser español, la católica, y propugnaba un Estado confesional y corporativo. Por otro, la vertiente hispana del fascismo, cuyas expresiones nacionalistas recogieron la sublimación de Castilla como núcleo de España y adoptaron un proyecto totalitario. La Falange proporcionó cuadros y discursos a la dictadura, pero, más allá de sus efímeros logros nacional-sindicalistas, fueron los católicos quienes dejaron una huella más profunda en ella. Sin olvidar los rasgos propios de un nacionalismo militar que atribuía al ejército la misión de salvar a la patria de sus enemigos internos, entre ellos los catalanistas: Franco no dejó de ser un general cuya legitimidad provenía de vencer en una guerra.
Poco queda de estos componentes franquistas en el nacionalismo español, reforzado ante el reto independentista catalán. Se perciben algunos síntomas poco tranquilizadores, como la presencia violenta de grupúsculos neofascistas en algunas concentraciones, donde se ha visto a descerebrados cantar el Cara al sol —himno de Falange— enarbolando banderas constitucionales. Pero las grandes fuerzas políticas españolistas parecen comprometidas con los valores democráticos y se explican en términos incompatibles con el militarismo, las premisas nacional-católicas o el falangismo, aunque haya portavoces secesionistas que acusen a Albert Rivera, de Ciudadanos, de ser un nuevo José Antonio.
Así pues, no es posible dar cuenta del conflicto que se dirime en nuestro país acudiendo al sombrío legado de Franco. Se entiende mejor como una pugna entre nacionalistas en el marco de una democracia que, como la mayoría de sus congéneres, intenta evitar la ruptura de su ordenamiento constitucional; no como la lucha entre los herederos del franquismo y los adalides de la libertad. Aunque los dirigentes del PP se cargarían de razón en sus protestas si no coqueteasen con el pseudorrevisionismo histórico que blanquea la imagen del dictador; si aceptaran la retirada de los homenajes al franquismo en calles o monumentos y comenzasen a atender las demandas de los descendientes de sus víctimas. La causa de la España democrática y europeísta saldría muy fortalecida.
Javier Moreno Luzón es historiador y ha publicado, con Xosé M. Núñez Seixas, Los colores de la patria. Símbolos nacionales en la España contemporánea (Tecnos, 2017).