EL CORREO 15/04/13
LUIS HARANBURU ALTUNA
Afirmando que la ética no es un suelo que se pueda degradar, tres autorizadas voces de la izquierda abertzale han publicado en este periódico una tribuna donde se expone la quintaesencia de su pensamiento. Dicen y afirman que se ha de disociar la ética de la política, proclaman también la primacía de los derechos colectivos sobre los individuales, hablan del relato y de su relatividad para finalmente concluir diciendo que el perdón y el arrepentimiento son de naturaleza privada. Dejando a un lado el cinismo de quienes hacen el juego de palabras del suelo ético y de la ética por los suelos, estimo oportuno realizar cuatro reflexiones.
Disociar la ética de la política y reivindicar al mismo tiempo los derechos humanos, aparte de ser una aporía resulta ser un extraño y peculiar modo de concebir la política como una totalidad autónoma. A pesar de la evidente raigambre de la izquierda abertzale en los abrevaderos ideológicos de la religión y de la teología, sorprende ahora su voluntad de diferenciar lo ético de lo político. Reivindican la laicidad de lo político e insisten en el carácter religioso de la ética. A este respecto conviene tener claro que los derechos humanos son indisociables de su origen moral y tienen en su génesis un sólido anclaje en los valores religiosos. Las primeras declaraciones de derechos humanos realizados en el siglo XVIII en la América constituyente e incluso la Declaración de derechos de la persona anexos a la Revolución francesa poseen una fuerte inspiración moral que en última instancia proviene de la cultura religiosa de Europa. No puede entenderse a Rousseau ni a Jefferson sin la previa cultura de la autonomía personal que es el fruto de un milenario proceso, que naciendo en Grecia y siguiendo por Roma, concluyó generando una cultura humanista donde los derechos de la persona son el mejor logro histórico de la humanidad. La ética y la política están indisolublemente ligadas y no en vano, hace ya cinco siglos, Nicola Maquiavelo asentó el concepto de ‘virtù’ junto al de la política.
Al reivindicar la absoluta autonomía de lo político, la izquierda abertzale manifiesta su voluntad de convertir la política en una antidemocrática actividad donde lo colectivo prevalece sobre lo personal y los derechos de la persona son supeditados a unos supuestos derechos colectivos. Los derechos humanos tienen en la dignidad de la persona su fundamento y justificación e instrumentarlos para adobar unos derechos de la nación vasca que estarían por encima de todo, constituye una aberración moral y política. Los derechos humanos son derechos de la persona. Del individuo. Son derechos imprescriptibles y la sociedad democrática ha de asumir la prevalencia de los mismos. No existe ni razón de Estado, ni voluntad colectiva, ni nación soñada que prevalezca sobre los derechos humanos asentados en su intransferible dignidad.
Dicen las voces de la izquierda abertzale que «cada cual tiene su relato, sus matrices. Cada cual tiene sus interpretaciones» sobre lo sucedido aquí en Euskadi y pretenden con ello relativizar la necesidad de un relato verdadero donde la objetividad y la verdad de los acontecido prevalezcan. Es muy posmoderna la pretensión de que cada cual posee su verdad y la historia es del color de los cristales con los que se mira. Es posmoderno, repito, pero aberrante. Este delicuescente pensamiento está en el origen de la negativa de la izquierda abertzale a asumir su responsabilidad histórica. Pretende con ello relegar a las victimas a una categoría ideológica donde las muertes, las extorsiones y el terror sean considerados como daños colaterales sobre los que no cabe responsabilidad alguna. La izquierda abertzale reivindica la herencia de ETA, pero se niega a asumir el débito histórico de la organización terrorista. Por ello habla de la pluralidad de los relatos, intentando borrar la historia y negar la evidencia del terror padecido por la sociedad vasca.
Insiste la izquierda abertzale en reducir el arrepentimiento y el perdón a la esfera privada, y en ello les da la razón algún cargo del actual gobierno supuestamente experto en la resolución de conflictos. Olvida sin embargo que el perdón y la promesa fueron y son los dos elementos constitutivos de la paz europea. Cuando tras dos guerras mundiales hubo que construir la paz, fue Hannah Arendt quien fijó el binomio del perdón y la promesa. Perdón a quienes habían exterminado a millones de seres humanos y la promesa de estos de no volver a delinquir. La izquierda abertzale se obstina en no pedir perdón por su responsabilidad histórica en los crímenes de ETA y al hacerlo está cegando el proceso de paz que tanto mencionan. El arrepentimiento y la solicitud de perdón, lejos de ser categorías morales de orden privado, constituyen el meollo político de la convivencia democrática. El responsable y el cómplice necesario de los crímenes cometidos deben pedir perdón a las victimas y a la sociedad vasca en su conjunto, para acto seguido realizar la promesa de no volver a matar, extorsionar o aterrorizar. La izquierda abertzale siempre ha sido vicaria de ETA y jamás le ha enmendado la plana. En el artículo que me ha dado pie a estas reflexiones, los autores, lejos de propiciar el arrepentimiento y la promesa, tratan de ‘liquidar’ en el sentido de hacer líquida y evanescente la obviedad objetiva y política de su responsabilidad en lo que ellos llaman conflicto y no es, en suma, más que el daño causado por su obcecación fanática de imponer unos supuestos derechos colectivos conculcando la dignidad de la persona y sus derechos.
Si no fuera tan cínico, movería a risa el que quienes durante cuatro décadas han amparado la conculcación de la dignidad humana en el País Vasco se postulen hoy como los apóstoles de los derechos humanos.