¿Qué ha pasado para que un modelo educativo de razonable éxito como la inmersión lingüística haya adquirido la categoría de amenaza? Esa es la pregunta, y tiene una respuesta obvia: el procés. Después del procés ya no es posible seguir percibiendo la realidad como antes; esto sería absurdo y seguramente temerario. El procés, como proyecto de secesión violentando el principio de legalidad y el principio democrático de la mayoría social, inevitablemente obliga a revisar todo. Después de un golpe institucional al Estado, no cabe otra cosa.
Y, sí, la inmersión ha sido un modelo de cohesión social; de hecho alentado desde ideas progresistas: siendo el catalán el idioma de prestigio social y profesional, se trataba de integrar en él a millones de castellanoparlantes, emigrantes o hijos de emigrantes, para mejorar sus oportunidades. Hasta ahí de acuerdo. Es más, se podría convenir en que esto era mejor, incluso aunque la lengua sea esencial en las políticas identitarias, antes que un sistema dual que fomentase la Cataluña de dos velocidades: catalanoparlantes y castellanoparlantes. Pero al analizar las causas del procés, huyendo de respuestas simples a un problema complejo, por supuesto hay que prestar atención relevante a la escuela y los medios, dos instrumentos clásicos de adoctrinamiento. Es inevitable indagar en su contribución al proyecto de nation building de Pujol –activado desde hace la Transición, aunque efervescente ahora– tras décadas de mirar para otro lado.
Ciertamente cabe sospechar que el Gobierno está equivocando el objetivo. Claro que, ¿por qué esta vez iba a ser una excepción? El conflicto no debería enfocarse sobre la lengua, sino sobre el adoctrinamiento escolar. No se trata de combatir la lengua catalana, sino de combatir que las aulas se conviertan en un semillero de manipulación. La idea de ‘normalizar el castellano’ parece, en definitiva, mal planteada. Lo que hay que normalizar no es el castellano sino normalizar España, que efectivamente se ha convertido en una anomalía en Cataluña, donde los símbolos del Estado, desde las banderas estigmatizadas al himno pitado, y por supuesto la lengua común, son restringidos e incluso maltratados; mientras su clase política denigra a España, dentro y fuera, como un Estado autoritario. Esa mentira se viene fomentando desde hace décadas desde el sistema; y basta oír los ecos –como esos peones del ejército desarmado de Cataluña que es el Barça: Guardiola, Xavi, Piqué…– con sus eslóganes, para calcular el efecto perverso.
Claro que hay otra hipótesis, aún menos alentadora: que el Gobierno no esté equivocando el objetivo, sino que actúe así torticeramente. Su pulso con Ciudadanos y sus urgencias –los barones piden caña– les está llevando a usar la reforma de la inmersión también con criterios propagandísticos. A nadie se le escapa el sinsentido de abordar una reforma de este calado en este momento, con un Govern en funciones apoyado en la excepcionalidad del 155. Pero además canta demasiado que son medidas improvisadas, sin criterio definido, lanzando globos sonda para tomar la temperatura social. El Gobierno transmite así el mensaje de que no actúan pensando en mejorar la sociedad, sino pensando en mejorar sus resultados electorales. Eso es una pequeña catástrofe porque tal vez sirva como alpiste para sus fieles acérrimos, pero debilita el objetivo. Una reforma racional del Estado solo debe hacerse racionalmente. No cabe normalizar España si no es desde la normalidad democrática.