JORGE FREIRE-El Mundo

El autor subraya que las próximas elecciones generales se encuadran en una perspectiva nacional. En este contexto, la apelación al patriotismo constituye un llamamiento a la responsabilidad.

AFIRMABA Gregorio Luri, entrevistado por Jorge del Palacio en EL MUNDO, que «un país que no se aprecia difícilmente querrá mejorarse». A su juicio, solo un remanente de autoconfianza permite resistir los embates del futuro. Por desgracia, los españoles llevamos largo tiempo mirándonos en la pletina de un microscopio con la reiterada terquedad de un neurótico.

La machaconería identitaria es una fuente perpetua de males por una razón metodológica: ni la verdad surge de la simple obstinación –inútil es buscar perlas en el muladar– ni el talante obsesivo de una investigación da cuenta de su profundidad. Ocioso es preguntarse por qué tiene tan mal concepto de sí mismo un país que ostenta el liderazgo en donación de órganos desde hace tres décadas y muestra mayor tolerancia hacia el colectivo LGTBI que ningún otro; un país en que se vive razonablemente bien y que, merced a su sistema de atención primaria y su dieta, está considerado como el más saludable del mundo.

Santayana escribió que Estados Unidos ya se consideraba la tierra de la libertad incluso cuando todavía tenía esclavos. Y es que la imagen que un pueblo tiene de sí mismo no responde tanto a unos hechos concretos como a una cierta proyección ideal. Puede incluso que, a la manera de una profecía autocumplida, dicha imagen funcione de manera performativa y haga que el pueblo que se considere bueno termine, como por ensalmo, siendo bueno. De ser esto cierto, la solución no estribaría en arrumbar la memoria, sino en limitar a una sana autocrítica lo que hasta la fecha no ha sido sino un reiterado psicoanálisis nacional.

No es un tema baladí, cuanto que las próximas elecciones generales se encuadran en una perspectiva nacional. Tal es el marco predominante desde que los dirigentes de una de las zonas con mayor renta de Europa trataran de escindirla de territorios más humildes, protagonizando una insurrección contra una democracia liberal que, de haber triunfado, habría privado de derechos a la mitad de su población. Cabría, por tanto, esperar una movilización constitucionalista que no se limitase al flanco derecho del tablero político, que se enfrenta a un dilema impostergable: o bien blandir la efigie de cartón piedra de Blas de Lezo y recrearse en la nostalgia xenófoba de Lepanto, o bien pugnar por la igualdad de los ciudadanos. Si bien la izquierda yerra invariablemente el tiro al obstinarse en que el patriotismo es conservador, como ya afirmaba hace siete décadas Orwell en El león y el unicornio, aún puede rectificar: las clases populares advierten que sus intereses se expresan a través del eje de abscisas territorial, que de un tiempo a esta parte coincide con el eje de ordenadas social.

La aflicción introspectiva que, por decirlo con Juan Claudio de Ramón, ha confinado al soberanismo catalán a un «hospital identitario», se asemeja al sueño hibernal que, durante décadas, sirvió de crisálida a un excepcionalismo español, melancólico y negrolegendario, que no hemos terminado de sacudirnos. Recuérdense algunos hitos de la cejijunta literatura noventayochista (El mal de España, El ser de España, España como problema…) para convenir en que los editores de libros no fueron los únicos pescadores de río revuelto que encontraron un filón en el rancio Kulturpessimismus, y que las élites que entonces agitaban el señuelo de la España fracasada se parecen a las que ahora instilan en la opinión pública el tósigo del victimismo y la psicosis nacional. El pesimismo político es el precipitado que surge al mezclar un punto de pereza intelectual y otro de irresponsabilidad personal: al habitar el peor de los mundos posibles, sólo queda encogerse de hombros y tumbarse a la bartola, a la espera de la catástrofe postrera.

Sirva de ilustración un pequeño apunte personal. Nací el mismo año en que España firmaba el tratado de adhesión a la CEE, normalizando en buena medida su situación política. Andando el tiempo, volverían los fantasmas. Que durante los peores años de la crisis económica proliferasen los análisis esencialistas acerca del problema español fue para mí una experiencia formativa. Pude observar que muchos compañeros de generación, ajenos a la retórica de los males de la patria, también se rascaban la coronilla en ademán de perplejidad cuando les hablaban de ciertos agravios históricos, tan remotos como los lances que enfrentaron a castizos e ilustrados o a carlistas e isabelinos. Me sentía gallina en corral ajeno cuando un célebre periodista comprometido, aunque no por ello menos frívolo, afirmaba que nada podía esperarse de un país que doblaba la voz de Marylin Monroe. Desde entonces no ha dejado de parecerme imprudente la actitud de los pesimistas profesionales, cuyas jeremiadas recuerdan a la sonora fe del energúmeno que, en el poema de Jorge Guillén, irrita nuestros oídos con injusto atropello. Quizá la única respuesta a sus plañiderías sean los versos del poeta vallisoletano: «¿Nos hundiremos en un caos de agonía? / Le respondí: no tanto».

Acaso el patriotismo no sea una suerte de amor por lo propio, sino, precisamente, un amor propio. Es, en cualquier caso, un aldabonazo ineludible que recuerda a la exhortación kantiana a abandonar la minoría de edad, pues nos obliga a empuñar el timón de nuestras obligaciones, afianzándonos en las virtudes cívicas que nos vuelven individuos libres, y nos hace elegir de una vez por todas entre la realidad o sus fantasmagorías. O bien nos comprometemos, como individuos adultos, con una comunidad política dotada de derechos bajo el paraguas de una ley común –eso, y no otra cosa, es la ciudadanía– o bien reanudamos la pueril astracanada, llevando en andas los ectoplasmas de Don Pelayo o Wifredo el Velloso; no hay opción intermedia.

Sabemos que al rescoldo del procés se han atizado las brasas de un españolismo populista y reactivo. Ello no evita reconocer que, en buena lógica, no pocos catalanes comenzaron a abrazar un inaudito patriotismo cívico después de que, en septiembre de 2017, una exigua mayoría secesionista se llevó por delante el Estatut y la Constitución. Como afirma Maurizio Viroli en su clásico Por amor a la patria (Deusto), al unir a personas que no comparten lazos de sangre, obligándolos a trabajar por un futuro impreciso pero mejor, el patriotismo se torna inexcusable; se convierte, de hecho, en una suerte de imperativo moral que «hace a los ciudadanos exigentes para con su patria y para consigo mismos». Más que cualquier otra cosa, la apelación al patriotismo es un llamamiento a la responsabilidad.

Jorge Freire es escritor.