Juan Carlos Girauta-ABC
- «Usted ha amenazado a España y por tanto a todos los españoles y, muy concretamente, a los constitucionalistas catalanes. Otra vez. Cosa distinta es que su amenaza parezca irrisoria porque ustedes los golpistas están ahora peleados, o porque ustedes los separatistas (golpistas o no) se van a presentar bastante troceados a las elecciones catalanas»
Nos pregunta el principal golpista fugado si España piensa renunciar a la violencia para impedir la independencia de Cataluña, y añade que él sí está dispuesto a hacerlo. Como apenas tiene estudios, es justo ilustrarle. Sin esperanza, pero con el sentido del deber que nos obliga a iluminar lo apagado.
Señor mentecato: España y usted no son entes comparables. Admito que esta revelación pueda sorprenderle al hallarse inmerso en el túnel oscuro del elegido que, desde Waterloo, se identifica con una nación. Pero usted es una persona física con flequillo -por lo demás huido de la Justicia- y España es, entre otras muchas cosas que paradójicamente le incluyen, un Estado. Como tal posee el monopolio de la violencia legítima. Es
más, dicho monopolio es precisamente lo que la define como Estado. España puede soltar atributos. Por ejemplo, al sumarse al euro renunció a una parte notable de su soberanía. Usted puede renunciar a una herencia o a un premio, si alguien se atreviera a concedérselo. Puede renunciar a una rueda de prensa o a un cargo, a una renta o a un proyecto. Esto último le convendría bastante, dicho sea de paso. Pero no puede renunciar a lo que no tiene, que es el uso legítimo de la violencia. Preste atención ahora: como en la inolvidable canción de Antonio Flores, puede usted prometer que no volverá a usar la violencia. Pero la única violencia a la que un individuo renuncia es a la ilegítima, al estar, como le he señalado, monopolizada la legítima por el Estado. Vuelva a leer el párrafo anterior a partir de «Señor mentecato» para fijar ideas. Sigo.
En realidad, ni siquiera afirma usted que renuncie a la violencia; dice que está dispuesto a hacerlo. Pero seamos generosos e imaginemos que lo que quería decir es que ya ha renunciado a ella. Ojo, no es que yo me lo crea, ex presidente prófugo, solo lo admito a efectos de argumentación. Bien, es loable que alguien proclame su decisión de descartar el uso de la violencia, pero manda uebos (sí, uebos, no huevos, mal que le pese a la RAE). ¡Manda uebos, Puigdemont! O sea, mandat opus, es decir, ¡la necesidad obliga! ¿Sabe lo que ocurre? Vuelva a concentrarse. Que esa renuncia solo es tan loable como parece cuando no la acompaña nada más. Si a ella le sigue una condición, esté o no formulada como tal, lo que parecía prudencia, o apuesta por las vías pacíficas, o cualquier otro giro al uso, es en realidad una amenaza.
El desistimiento de la violencia ilegítima (que es la única que tiene a mano cualquier individuo, colectivo u organización sin naturaleza estatal) pasa así de ser una buena señal a convertirse en pistola que te apunta, bate de béisbol que se alza ante ti, piedra que se empuña, arrojadizo adoquín, masa arrasadora. De discretamente admirable a condenable con repugnancia. Esa es la transición que se opera cuando a la dejación o renuncia le acompaña un elemento de, digamos, compensación. Como por ejemplo: «Hay que preguntarle a España si piensa renunciar a la violencia igual que yo». Y en la misma alocución: «Hemos de ser capaces de preparar el control del territorio». Pero qué me estás contando.
Aunque no vaya a aprovecharle ninguna lectura o reflexión, conviene que las personas que no han dado ningún golpe de Estado ni han escapado a la acción de la Justicia se limiten, si creen necesaria esa terapia, a declarar que nunca van a (volver a) usar la violencia. Y acto seguido se callen o cambien radicalmente de tema. Porque todo lo que no sea eso se traduce así: si no nos dejan votar en esos cubitos chinos de la basura que llamamos «urnas», nos resistiremos a la policía. O bien: si no nos dejan repetir el golpe de Estado, incendiaremos Barcelona. O bien, si la policía no se marcha de Cataluña, que se prepare. O bien, algo más al oeste, esta organización no volverá a matar, a secuestrar ni a extorsionar si el Estado se aviene a tal serie de concesiones penitenciarias o políticas. Etcétera.
En definitiva, usted nos ha amenazado. Ha amenazado a España y por tanto a todos los españoles y, muy concretamente, a los constitucionalistas catalanes. Otra vez. Cosa distinta es que su amenaza, que no calificaré de velada porque con el auxilio de Max Weber es manifiesta, parezca irrisoria porque ustedes los golpistas están ahora peleados, o porque ustedes los separatistas (golpistas o no) se van a presentar bastante troceados a las elecciones catalanas. Se trataría de un nuevo error de interpretación. A fin de cuentas, la comunicación nunca ha sido fácil entre Madrid y Barcelona. Pero no por las razones que suelen aducirse en la prensa del régimen nacionalista catalán, que es casi toda la de allí, sino por otra muy distinta: la invencible y estúpida tendencia capitalina a ver en algunos de ustedes buena voluntad y a considerar que con ciertas cesiones van a contentar a una insaciable bestia insolidaria y supremacista, el nacionalismo catalán. Corre estos días otra broma por ahí, un Partido Nacionalista Catalán que, curiosamente, no se refiere a aquel PUC (Partido Único de Cataluña) con el que bromeaba en tiempos el profesor Francesc de Carreras, sino a un grupito de descolgados de la vieja Convergencia (no te escondas) que, por enésima vez, entona la cantilena: queremos la independencia, claro, pero seguiremos vías legales porque de momento se puede recuperar el Estatuto de 2006, se puede obtener un concierto económico para Cataluña similar al modelo vasco, se pueden blindar las competencias lingüísticas, y todo el resto de zarandajas del federalismo asimétrico. Por muy travestidos que concurran, su software mental no es de los que aprende.