Teodoro león Gross-El País
La pureza de sangre que se deduce de la lista de Puigdemont siempre acaba por ser una mala noticia para una sociedad moderna
Ver la lista de Junts per Catalunya por Barcelona, legendaria ciudad abierta, ofrece una vista interesante sobre el paisaje moral de Cataluña. La realidad es conocida: los apellidos más frecuentes allí son, como en toda España, García, Martínez, López, Sánchez, Rodríguez, Férnández, Pérez, González, Gómez, y suma y sigue hasta más de veinte. La Lista de JuntsxCat, desde Puigdemont i Casamajó, es una sucesión de apellidos catalanes: Ponsatí i Obiols, Turull i Negre, Borrás i Castanyer, Rull i Andreu… todos con su i entre los apellidos, una práctica identitaria como tantas impostada ya que irónicamente fue adoptada del Registro Civil español en el XIX contra la tradición catalana de pérdida del apellido materno.
–“¡He encontrado dos Sánchez y un Martínez!” exclamaba irónicamente el sociólogo Pau Marí-Klose en su Twitter por ese hallazgo ¡entre 170 apellidos! Y en efecto con motivo al compararlo con un partido bien catalán como el PSC, con 6 López, 5 Martínez, 4 Pérez, 3 García o 2 Moreno.
Naturalmente no es casualidad. El nacionalismo indepe atrae sobre todo a quienes tienen antepasados catalanes –el gráfico de apoyo al independentismo según se tengan abuelos catalanes es significativo– de modo que resulta lógico ese predominio. En cambio, lo que no parece lógico es la ausencia casi total de apellidos no catalanes en la nomenclatura no sólo del partido sino del ‘aparato’. Es un ejemplo de la patología de la burbuja. La patrimonialización de Cataluña con espíritu de casta –Cataluña somos nosotros– como aquellos WASP con la ‘tierra prometida’ del Mayflower. Esa es la lógica que dos millones de catalanes, o algo más si se incluyen los niños a los que hacen participar en las movilizaciones, pretenden imponer a todos.
Hasta ahora han actuado como si tomar Cataluña como suya bastara para imponer el proyecto, y arrastrar al resto. El choque con la realidad ha comenzado a resultarles algo más que irritante. Y durante un tiempo todo esto resultaba ridículo, cómicamente ridículo. Como reflejaba la película de Los ocho apellidos…, la bobada de la pureza de sangre en el vasco era agreste, pero en el catalán más bien petulancia snob. Sin embargo, más allá de los tópicos, la pureza de sangre siempre acaba por ser una mala noticia para una sociedad moderna. Actuar como cristianos viejos delata ese supremacismo carlistón que sólo puede derivar en una decadencia moral.
Y cada vez es más inocultable, como cuando esta semana Nuria de Gispert, ex presidenta del Parlament, le decía a Arrimadas que por qué no se va a Cádiz. La señora Gispert nunca tuvo una inteligencia apreciable –aunque claro, es Gispert i Català– pero aflorar ese sentimiento tan embrutecido, que además germina con facilidad en entornos cerrados con una espiral autoalimentada, es revelador. Eso hierve con facilidad en la red, como el artículo de un tal Jordi Galves en Elnacional.cat considerando Cornellá no catalana sino colonia española donde se vive “como Chiquito de la Calzada en Tokio”. El supremacismo, en fin, es una de las expresiones más características del veneno del nacionalismo que menciona Juncker. En la posmodernidad líquida, se puede disfrazar de ‘queremos votar poder irnos para ser libres’, pero no engañan a nadie sobre el mensaje real: ‘queremos votar poder irnos porque somos mejores’.
Sí, son más ricos y mejor formados. Los datos de relación entre nivel de formación y apoyo al independentismo son rotundos. Tienen más fuerza, más riqueza, más poder, y quieren no compartirlo. Así han pasado de presumir de su sociedad plural e integradora a un proyecto racista y xenófobo, muy a lo WASP, por cierto patente ya en Heribert Barrera, padre de ERC. Al final esto siempre acaba por aparecer en el nacionalismo, esa caja de Pandora que en el siglo XX hizo salir a sus peores demonios. La deriva en Cataluña es inquietante, y no sólo porque amenaza la estabilidad del gran continente del bienestar, sino que les está convirtiendo en una sociedad enferma. La ceguera obsesiva del proyecto parece impedirles ver, incluso a la élite intelectual desalentadoramente, la espiral degradante con la que están empobreciendo una sociedad con gran tradición plural y potencia modernizadora.