José Antonio Zarzalejos- El Confidencial
El juez Llarena le sitúa en un dilema: si se queda donde está, su papel en la política catalana tiene fecha de caducidad. Si se mueve a otro país de la UE, la euroorden se reactivaría
Técnicamente correcta y materialmente justa. Así puede definirse la decisión del magistrado Pablo Llarena de revocar la euroorden de detención y entrega de Carles Puigdemont librada por la jueza Carmen Lamela a la justicia belga. Lejos de constituir un desliz, el auto del instructor del Supremo en la causa por rebelión, sedición y malversación contra los dirigentes separatistas consiste en una determinación que desbarata los planes de impunidad que albergaban tanto el expresidente de la Generalitat de Cataluña como cuatro de sus exconsejeros que le acompañan. Naturalmente, Llarena —que no ha dejado de estudiar a fondo el asunto y consultar informalmente a sus compañeros de la Sala Segunda— ha dado como probable que las sucesivas instancias jurisdiccionales belgas entregasen a los huidos pero solo para que pudieran ser juzgados en España por delitos de menores, como la malversación de fondos.
De haber sido así, se hubiese dado una situación contradictoria: Junqueras y los exconsejeros que no huyeron, ‘los jordis’ y Forcadell y los miembros de la Mesa del Parlamento catalán serían enjuiciados por delitos muy graves a los que Puigdemont y los otros fugados quedarían blindados. Al convertir al expresidente de la Generalitat en un turista en Bélgica, Llarena, de hecho, le sitúa en un dilema: si se queda en donde está, a 1.300 kilómetros de Barcelona, su papel en la política catalana tiene una fecha de muy próxima caducidad. Si se mueve a otro país de la UE, la euroorden se reactivaría porque la rigidez de la justicia belga es prácticamente única entre los 28 Estados y si opta por regresar a España sería puesto a disposición judicial, seguramente encarcelado y, en todo caso, juzgado por los mismos delitos que sus demás compañeros. Su plan para la impunidad ha quedado desbaratado.
La justicia española tiene perfecto derecho a aplicarse con las técnicas procesales más idóneas. Y no cabe argüir que el instructor y el fiscal no persiguen a los presuntos delincuentes huidos a Bélgica: lo hacen porque se mantiene la orden de busca y captura nacional, eventualmente la internacional si salen de tierras belgas, y, sobre todo, porque el auto del instructor retiene a Puigdemont y los cuatro exconsejeros encarcelados metafóricamente en la capital bruselense o donde se refugien (seguramente en algunas ciudad flamenca). Tenemos precedentes muy amargos con la Justicia de los belgas: en la historia de la deslealtad internacional más terrible, el país del nazi León Degrelle y del rey Leopoldo II, el genocida del Congo, los españoles no dejaremos nunca de recordar que asesinos etarras encontraron amparo en los tribunales de Bruselas.
Llarena conoce, además, otras circunstancias que son las que aconsejaron a Puigdemont y los otros a escapar a Bélgica. Las describen muy bien la historiadora Elvira Roca Barea, autora de ‘Imperiofobia’, y María Teresa Giménez Barba, eurodiputada liberal, que publicaron un documentado trabajo en el diario ‘El País’ el pasado día 3 de diciembre (‘Alicia en la Bélgica de las maravillas’). Sostienen que el independentismo catalán ha jugado bien sus cartas en Bruselas convirtiendo su exilio inventado en «acierto estratégico» por el apoyo de la extrema derecha flamenca (independentista) y porque el proceso soberanista ha despertado allí, de nuevo, la hispanofobia, previamente allanada por el supremacismo de los nacionalismos vasco y catalán, «una falsedad —dicen— que ha sabido aprovechar los complejos generados por una leyenda negra tristemente asumida y que funciona».
Tenemos precedentes muy amargos con la Justicia de los belgas. Los asesinos etarras encontraron amparo en los tribunales de Bruselas
La historiadora y la política estiman que «no había mejor lugar para buscar apoyo que en uno de los corazones de la hispanofobia tradicional», aunque apuntan con agudeza que alguien tendrá que decir a los belgas «que muchos de los famosos Tercios de Flandes estaban formados mayormente por flamencos» y que la lucha «épica contra los españoles» fue en realidad «una guerra civil que convirtió a los perdedores en ciudadanos de segunda por siglos».
Pero el alegato más contundente de este texto —y el más concluyente— es el siguiente: «Bélgica es hoy una democracia difícil, en la que la que a duras penas cohabitan en régimen de mutuo ‘apartheid’ dos comunidades que se odian entre sí. (…) Exclusión, odio, incapacidad para relacionarse y hasta para procrear con el otro. Familias rotas. Exactamente lo mismo que ha producido el secesionismo catalán, como hizo el vasco de forma tan cruenta».
La eurofobia de Puigdemont, que se dejó ver el pasado jueves en la fratricida manifestación de Bruselas (un desastre electoral para ERC que con Rovira a la cabeza está llenando los bolsillos de JxCat), es cien por cien compatible con la de los partidos flamencos de extrema derecha que engrosaron las filas de los separatistas catalanes que se trasladaron a la capital de la desarticulada Bélgica. Un viaje en pleno puente que no podrían haberse permitido los trabajadores pero sí una parte de esa clase media catalana que como escribe Eduardo Mendoza en ‘¿Qué está pasando en Cataluña?’ (Seix Barral) es una burguesía aliada con los sectores revolucionarios por puro resentimiento aunque se produzca así «el exterminio de la propia burguesía».