Ignacio Camacho-ABC

  • La adopción oficial de un modelo confederal que la Constitución no contempla situaría al PSOE extramuros del sistema

La única mayoría a la que puede aspirar Pedro Sánchez es la de su liderazgo en el Partido Socialista. Y tal vez sea también la única que necesita porque el modelo de frente amplio es el eje de su estrategia desde que llegó a la política. Como Pablo Iglesias, del que tantas ideas ha recogido, está convencido de que el llamado bloque Frankenstein es la llave de la hegemonía tras la ruptura del esquema bipartidista. Y a ello se aplica; el «somos más» de la última noche electoral constituye una declaración explícita de su forma de hacer las cuentas, apuntando en su haber la facturación de las fuerzas nacionalistas para explotar en beneficio propio los dividendos de una polarización paroxística.

Aun así, las precarias condiciones de este mandato exigen la adaptación del PSOE a la horma de una legislatura inviable. A tal efecto ha convocado un congreso de aclamación que, además de aplastar a los escasos sectores discrepantes, refunde la organización desde la base y destruya los vestigios ya casi arqueológicos del proyecto autónomo y transversal de Felipe González. En noviembre, en la simbólica cuna sevillana del felipismo, la socialdemocracia española dirá adiós a Suresnes para abrazar un programa de tintes confederales y proclamar el Estado plurinacional como objetivo al que encaminarse. Es decir, convertirá la actual alianza de coyuntura con los grupos soberanistas vascos y catalanes en un principio estructural de vocación estable.

Si esa vocación se plasma en un documento de definición político-ideológica, como es muy probable que suceda, el partido se situará oficialmente extramuros del sistema al defender, como la totalidad de sus socios, un modelo que la Constitución no contempla aunque de hecho se la esté ya sometiendo a una mutación encubierta. Y como su reforma no es factible mientras se mantenga el actual nivel de representación parlamentaria de la derecha, la posibilidad de que el socialismo se sume a una propuesta (de)constituyente rondará en el futuro próximo de una u otra manera. El test de la financiación autonómica dará una idea de hasta qué punto se puede forzar el espíritu de la Ley de Leyes sin cambiar su letra.

El cónclave de otoño no va a ser un simple cierre de filas para tratar de aguantar en el poder durante un cierto tiempo. Por supuesto que habrá mecanismos para conjurar el riesgo de desacuerdos internos, pero la operación apunta bastante más lejos: hacia la consolidación de un esquema que sobreviva a la eventualidad de una salida del Gobierno. Se trata de perpetuar el sanchismo más allá de Sánchez, de marcar un rumbo impermeable a cualquier tentación de retroceso. De enterrar no sólo los restos de Suresnes, sino de todo lo que vino después, del período entre la Transición y el comienzo de la etapa disruptiva de Zapatero. O sea, de clausurar la mera, remota hipótesis de una vuelta a los consensos.