Ignacio Camacho-ABC
- Una estancia de lujo pagada en ‘cash’ no demuestra una sensibilidad muy empática con una emergencia humanitaria
En esta economía de operaciones virtuales, cuya transformación tecnológica ha precipitado el coronavirus, el pago de grandes cantidades en efectivo ha empezado a resultar feo por sospechoso… o sospechoso por feo. Cuando hasta para comprar el pan es ya usual la tarjeta de crédito, sacar fajos de billetaje de alto valor facial se ha convertido en un manejo propio de rancios rentistas de pueblo o de defraudadores a Hacienda deseosos de aflorar capitales en negro. En principio no hay nada de ilegal en ello, al menos hasta dos mil quinientos euros, pero la idea de limitar la circulación de cash es tan grata al actual Gobierno que el PSOE llegó a presentar el año pasado una proposición de ley a
tal efecto, luego suavizada, en el Parlamento. Por eso sorprende que el séquito del ministro Ábalos vaya por ahí tirando del taco, como se dice en Andalucía, con gran desparpajo para abonar gastos de desplazamiento públicos y privados, y que su hombre de confianza deje a los recepcionistas de un hotel con los ojos como platos a verlo sacar de una mochila tres sobres de plástico muy bien ordenados. Eso lo hace Bárcenas y de inmediato le cae encima una brigada de inspectores tributarios.
El colega -y sin embargo amigo, que diría el gran Tico Medina- Álvaro Nieto se quejaba el otro día con mucha razón de que el fin de semana canario del titular de Transportes hubiera pasado sin el menor escándalo. Una estancia en alojamiento de cinco estrellas GL, con masajes y champán caro, no es exactamente la clase de esparcimiento que cuadra con una visita oficial relacionada con un drama humanitario. No porque se trate de un dirigente socialista, que tiene el mismo derecho que cualquiera a relajarse como le dé la gana siempre que lo pague de su peculio, sino porque el motivo del viaje era el de inspeccionar la acogida a los inmigrantes llegados en una oleada de cayucos. Digamos que parece poco decoroso pasar, sin solución de continuidad ni escrúpulos, de un muelle colapsado de gente hacinada en condiciones lamentables a un complejo de lujo. Si luego la factura la apoquina un propio -el chófer-escolta de la noche de Delcy, por cierto- amontonando billetes uno encima de otro, la cosa no queda como un derroche de empatía con el prójimo. La legalidad se supone, faltaría más, pero eso no es todo. De un miembro del Gobierno de España, todo el día con la palaba progresista en la boca, cabe esperar una sensibilidad menos tosca. Que evite siquiera comportarse como un tratante de ganado celebrando una operación ventajosa.
En una democracia normal, tendría problemas. Si no de ética, sí de estética, que es un intangible relevante en la política moderna. En España puede dormir a pierna suelta: lo absuelve, como del asunto de las maletas de Venezuela, su militancia en un partido de izquierdas. Ya saben, esa ideología siempre atenta a la limpieza de conciencia… ajena.