IGNACIO CAMACHO-ABC

  • O los partidos convencionales replantean en serio el proyecto europeo o el terremoto populista lo acabará destruyendo

Antes de rasgarse las vestiduras por el empuje de los radicalismos de derechas convendría preguntarse sin soberbia qué motivos llevan a tanta gente a cuestionar el rumbo de la Unión Europea. Los partidos populistas y los oportunistas antipolíticos surgen siempre a partir de fallos, grietas o errores del sistema. Pero la inmensa mayoría de sus votantes no son tarados nostálgicos de los fascismos de preguerra; son ciudadanos quejosos con las políticas climáticas y energéticas, que ven las instituciones de Bruselas como una burocracia desentendida de sus verdaderos problemas y dedicada a fastidiarles la vida con nimias ocurrencias como la de pegar al envase el tapón de las botellas. El auge de las fuerzas extremistas es en buena medida una protesta contra la falta de sensibilidad y de transparencia con que las élites comunitarias imponen y gestionan la llamada Agenda 2030, convertida en una suerte de mágica panacea aplicada desde una superioridad moral ilustrada que desdeña a quienes sufren sus inconvenientes y molestias.

Ahora los biempensantes se llaman a escándalo ante el retroceso de los partidos moderados y la irrupción de los agitadores y los demagogos expertos en rentabilizar sentimientos de agravio. Que vienen los bárbaros. Pero nadie se ha preocupado antes de las causas de ese amplio malestar que ha roto en las urnas como una marea de hartazgo. Nadie ha querido oír las voces sensatas que advertían que el Pacto Verde iba demasiado rápido. Nadie se ha molestado en definir un paradigma industrial, ni en negociar la reconversión del campo, ni en buscar soluciones compensatorias eficaces para el sector primario. Nadie ha intentado impedir que la inmigración acabe creando nuevos guetos urbanos. Nadie ha atendido la inquietud de millones de usuarios de coches de combustión sin recursos para cambiarlos a corto plazo. Nadie se ha planteado que un día los perdedores de las reformas iban a alterar la placidez de los convencionales consensos parlamentarios para reclamar a grito pelado que se les haga un poco de caso.

Y habrá que hacérselo, al menos en la proporción que demanda su peso numérico. Es el precio de no haber reflexionado a tiempo sobre la posibilidad de una explosión electoral de descontento. Conservadores, liberales y socialdemócratas tendrán que hacer –juntos– un serio esfuerzo para volver a cohesionar el proyecto europeo, so pena de que el terremoto populista lo destruya por completo. Es el momento de repensar el modelo, los métodos de gobernanza, los objetivos fiscales, las competencias comunes, la conexión social, el horizonte estratégico. La UE no puede ser ya sólo una maquinaria expedidora de ordenanzas, directivas y reglamentos que, como el del dichoso tapón, se convierten en símbolos absurdos de un intervencionismo estrecho. Porque está en juego el mejor espacio jamás construido de libertad y de progreso.