EDITORIAL-EL ESPAÑOL
Como adelantó ayer miércoles EL ESPAÑOL, el presidente del Tribunal Constitucional (TC), Pedro González-Trevijano, ha convocado para la mañana de este jueves un pleno extraordinario que estudiará una petición del PP: la aplicación de medidas cautelarísimas que dejen en suspenso, provisionalmente, el cambio por la vía rápida del sistema de elección de los dos miembros del TC designados por el Consejo General del Poder Judicial.
El Grupo Parlamentario Popular trató, sin éxito, de impedir que la Comisión de Justicia aceptara dos enmiendas de última hora, introducidas en una ley ajena (una reforma penal) con las que el Gobierno pretende que, sin debate y en seis días, el Congreso baje la mayoría necesaria para elegir a los magistrados del TC, rompiendo las reglas de consenso institucional que han regido durante 41 años de democracia.
La barbaridad legislativa (perpetrada sin pudor, porque el Gobierno desea tomar a toda costa y de forma inmediata el control del Tribunal Constitucional) es de tal calibre que los propios letrados de las Cortes tuvieron que hacer una advertencia de ilicitud de esas dos enmiendas.
En pocas palabras, Pedro Sánchez quiere en el TC una mayoría progresista que sea, por extensión, más cómoda para Moncloa cuando llegue el examen de leyes tan controvertidas como la ley Celaá o la restricción de competencias al CGPJ.
Y pretende hacerlo con una tramitación escopetada que apela a la supuesta «insubordinación que hay en el CGPJ» (donde justamente son ahora los vocales conservadores los que quieren renovar el TC y los vocales progresistas retrasarlo), por una vía fraudulenta (una proposición de ley en vez de un proyecto del verdadero autor de la iniciativa: el propio Gobierno) y sin los informes de los órganos consultivos, como el Consejo de Estado, la Fiscalía o el propio CGPJ.
Por supuesto, también sin oír la opinión del Tribunal Constitucional, en contra de las recomendaciones de las instituciones europeas.
La operación gubernamental es de una gravedad extraordinaria, tanto en el fondo como en la forma. Nadie cuestionará que la mayoría legislativa tenga derecho a cambiar cualquier ley. Pero, desde luego, no abusando de ese derecho ni laminando el ejercicio de la oposición parlamentaria, que ayer tuvo apenas cinco minutos para argumentar contra esa reforma en la Comisión de Justicia.
Tampoco tiene derecho a provocar efectos colosales tocando órganos clave para el funcionamiento del Estado democrático sin posibilidad de debate y enmienda. Y esto es, precisamente, lo que está haciendo con el TC y con el CGPJ. No está jugando con leyes cualesquiera, sino con las que rigen el funcionamiento de dos instituciones claves para el control del Poder Ejecutivo y Legislativo.
El TC debe pausar las prisas de este Gobierno en cambiar las reglas de la democracia española. Es decir, frenar una estratagema con visos de inconstitucionalidad.
El Pleno convocado por González-Trevijano es, por ello, decisivo. Lo es en un momento histórico para España, con el presidente del Gobierno empeñado en alterar con fórceps las normas más básicas del Estado para que se ajusten a sus intereses políticos. Un plan que menoscaba el Estado de derecho, reduce los controles institucionales que garantizan la separación de poderes y abre una nueva y peligrosa etapa para el país. Una muy distinta a la levantada tras la dictadura y que se aleja preocupantemente de los valores asentados en los últimos 40 años de Constitución.