Daniel Berzosa López-ABC

  • Las instituciones son producto de decisiones humanas, pero también moldean comportamientos. Las normas generan hábitos y patrones de conducta

El Tribunal Constitucional Federal alemán (TCF) se ha consolidado como uno de los tribunales más respetados del mundo debido a su funcionamiento deliberante, colegiado y orientado al consenso. Gertrude Lübbe-Wolff, exjueza del propio tribunal, en su extensa y relevante obra, cuyo título se puede traducir al español como ‘Consulta de culturas. El funcionamiento de los tribunales constitucionales y qué determina si se integran o polarizan’, sostiene que este modelo no solo es viable, sino deseable, y lo presenta como una alternativa institucional para otros países. Su tesis central es que la deliberación estructurada, el consenso argumentado y las decisiones tomadas conjuntamente son superiores a los modelos individualistas o puramente mayoritarios, y que esta metodología no solo fortalece la calidad de las resoluciones judiciales, sino también la legitimidad institucional del tribunal.

La autora deja claro que el estilo deliberativo del TCF no se deriva de una preferencia cultural vaga, sino de una serie de parámetros institucionales concretos que fomentan la discusión racional y la colaboración entre magistrados. Estas condiciones estructurales favorecen la creación de un estilo en el intérprete máximo de la Constitución que no teme al disenso, pero que tampoco glorifica la individualidad judicial o comportamientos intolerables en un juez.

Una de las primeras virtudes que Lübbe-Wolff destaca es la profundidad del debate en el tribunal. Las decisiones no se toman hasta que se ha agotado toda posibilidad de deliberación fructífera. Esto implica que incluso las opiniones minoritarias o las objeciones de un solo magistrado son tomadas con seriedad. Este enfoque tiene efectos positivos no solo para la calidad de las sentencias, sino también para la legitimidad institucional del TCF.

Lejos de fomentar el conformismo, esta cultura deliberativa impide el aislamiento, la polarización o las facciones dentro del tribunal. Incluso la posibilidad de ser derrotado argumentalmente o de ver un borrador desechado forma parte de un proceso de construcción institucional compartido, más que de competencia entre egos judiciales.

Una comparación central en el texto se ofrece entre los modelos del ‘Common Law’ y el Derecho Civil. Mientras que los primeros tienden a adoptar decisiones ‘seriatim’ (cada juez redacta su propia opinión), los segundos prefieren decisiones ‘per curiam’, más colectivas. Sin embargo, Lübbe-Wolff señala que estas tradiciones se han ido mezclando con el tiempo. Aun así, subsisten diferencias fundamentales. En el modelo alemán, se requiere una mayoría no solo para el fallo, sino también para la motivación jurídica.

Este requisito promueve un efecto secundario crucial. Obliga a un diálogo constante para que la justificación de la sentencia también sea compartida, no solo la decisión final. Ello evita las decisiones fragmentadas o contradictorias en cuanto a su fundamentación. Se estimula una búsqueda colectiva de razones, más allá del mero resultado, lo que eleva la calidad y coherencia del Derecho constitucional.

El diseño institucional del TCF también favorece este tipo de cultura. Los magistrados son elegidos por una mayoría de dos tercios, lo que obliga a los partidos a negociar y a buscar candidatos moderados, con disposición al diálogo y al compromiso. A diferencia de sistemas altamente politizados, donde los jueces pueden responder a intereses ideológicos marcados, en Alemania esta regla previene nombramientos polarizadores. Una cuestión que surge es por qué, en España, donde se exige también una mayoría cualificada de tres quintos para diez de los doce magistrados, no sucede así. O, al menos, no sucede últimamente.

O, por qué, si el diseño interno del TCF ayuda a su labor, no ocurre lo mismo con nuestro TC, que casi lo copia, excepto en que tiene cuatro integrantes menos y en el decisivo voto dirimente del presidente, que, en el alto tribunal alemán, se circunscribe solo a dos casos (cuando no queda clara la sala competente y cuando hay empate en la recusación de un juez). Para la autora, el número par obliga a que el consenso se logre con más esfuerzo, por lo que la deliberación no es solo deseable, sino imprescindible y, por otro lado, tal estructura garantiza una estabilidad que facilita relaciones duraderas y de confianza.

Otro elemento clave es el papel del magistrado ponente, que prepara un informe inicial detallado antes de las deliberaciones. Este documento no solo informa a los demás jueces, sino que establece un punto de partida para el debate. Su existencia permite que las deliberaciones estén bien fundadas desde el comienzo y que todos participen en igualdad de condiciones en la discusión. El proceso deliberativo consta de varias etapas. Primero, se discute el informe del ponente; luego, se avanza a una redacción colectiva del fallo, que se modifica según los comentarios y objeciones de los magistrados, en un proceso que puede implicar múltiples versiones y rondas de discusión. El consenso se alcanza en gran parte de modo informal, sin necesidad de votaciones explícitas, lo que permite flexibilidad y respeto mutuo. Además, los jueces no están obligados a publicar sus disidencias, aunque pueden optar por el voto particular. Esta ambivalencia permite un amplio margen de expresión y protege la cohesión del tribunal. En muchos casos, la minoría opta por no publicar su objeción, si la mayoría se ha esforzado para incluir sus preocupaciones en la sentencia.

La confidencialidad de las deliberaciones es otro pilar fundamental. A diferencia de países como México o Brasil, donde las discusiones son públicas, en Alemania se considera esencial que los debates se entablen a puerta cerrada. Esto favorece la confianza, permite a los magistrados cambiar de opinión sin perder legitimidad y evita el espectáculo mediático que puede desvirtuar el trabajo jurídico.

Lübbe-Wolff también reflexiona sobre el rol de los votos particulares en la cultura deliberativa. Si bien en algunos tribunales se prohíben o restringen, en el TCF están permitidos, como sucede en nuestro TC. La diferencia es que allí son poco frecuentes. Su existencia, lejos de fomentar la división, incentiva a la mayoría a convencer a la minoría o a adaptar sus argumentos para evitar disensos públicos.

Las instituciones son producto de decisiones humanas, pero también moldean comportamientos. Las normas generan hábitos, expectativas y patrones de conducta. De allí la importancia de diseñar cuidadosamente las estructuras judiciales, sean ordinarias o constitucionales, si se desea fomentar un poder deliberativo, imparcial y digno de confianza. La gran enseñanza del TCF es que, para una deliberación efectiva, se requiere una arquitectura institucional adecuada. Reglas claras, procedimientos flexibles, una cultura de respeto, mecanismos de equilibrio político y estructuras que favorezcan el compromiso.

Lübbe-Wolff demuestra que es posible tener un tribunal constitucional altamente deliberante sin sacrificar eficiencia o claridad. El éxito del TCF prueba que las estructuras dialogantes aumentan la legitimidad del Derecho Constitucional en contextos democráticos ante desafíos como la polarización política o la presión mediática. Esto es fundamental para la justicia constitucional. Los tribunales constitucionales deben contribuir no solo a asegurar jurídicamente la supremacía normativa de la Constitución, sino al mejor desenvolvimiento del sistema democrático.