Emilio Contreras-El Debate
- Estamos viviendo la más grave acometida contra España desde la restauración de la democracia porque, a diferencia del 23-F y del 27-O, ésta se está fraguando en las entrañas del Estado
En los últimos 43 años, la democracia española ha sufrido tres embates, tres golpes. Han sido estrategias diferentes pero los tres han tenido como objetivo acabar con la libertad o con la unidad de la nación.
El primero –el golpe de Tejero el 23-F de 1981– estuvo en la más pura tradición de los pronunciamientos del siglo XIX. Su objetivo fue acabar con la democracia. Pero las instituciones del Estado le hicieron frente y se desarboló en menos de 24 horas. Pudo haber ocurrido de todo, pero la intervención del Rey y la disciplina de las Fuerzas Armadas y de los Cuerpos de Seguridad del Estado fueron determinantes, y aquello se resolvió en paz. Al final, el Estado paró la agresión.
Transcurrieron 36 años hasta que vivimos otra intentona de golpe, en este caso para acabar con la unidad de España. El 27 de octubre de 2017 el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, declaró la independencia de Cataluña aunque unos segundos después la dejó en suspenso, pero no la anuló. De nuevo, todas las instituciones del Estado hicieron frente al golpe.
El Senado votó por abrumadora mayoría la aplicación del artículo 155 de la Constitución, que suspendió en el acto la autonomía de Cataluña, menos el control de TV3. Cuatro días después, el Tribunal Constitucional dejó en suspenso la declaración, y el 8 de noviembre la declaró inconstitucional. Las instituciones del Estado pararon el segundo golpe contra la democracia. Ambos embates, uno con violencia física y el otro con violencia institucional, se fraguaron en los márgenes del Estado, que reaccionó con firmeza.
Pero el tercer golpe, puesto en marcha desde la investidura del presidente del Gobierno es, con mucho, el más grave de los tres porque se está fraguando en las entrañas del Estado. No descubro nada si recuerdo la vehemencia con que Pedro Sánchez y otros dirigentes socialistas afirmaron hasta el último minuto de la campaña electoral que nunca aprobarían la amnistía. Hasta la noche del 23-J, que cambiaron radicalmente de opinión en cuanto comprobó que con los votos separatistas le salían las cuentas para seguir en la Moncloa.
Lo que hasta entonces le parecía ilegal e inconstitucional ahora iba a contribuir nada menos que a la pacificación y normalización de la convivencia en Cataluña.
Los separatistas de Junts, conscientes de que tenían a Pedro Sánchez a su merced, empezaron a atornillarle. Aceptó la humillación de negociar con Carles Puigdemont, el hombre al que poco antes quería meter en la cárcel, de hacerlo con un mediador internacional y de firmar un pacto de investidura fuera de España, como si se tratara de un acuerdo entre dos Estados.
El Gobierno sostiene que todo lo que ha hecho hasta ahora es el punto final de sus cesiones porque no habrá ni referéndum ni independencia. «Hemos apostado por recuperar la convivencia y la normalidad en Cataluña», afirma Pedro Sánchez.
Los separatistas repiten con altanería todo lo contrario. El dirigente de Junts, Jordi Turull, lo dejó claro el 17 de marzo en El País. «Volvería a hacer el 1 de octubre, y lo haría mejor… Tenemos que ir al ejercicio de autodeterminación e iremos con toda la fuerza… no vamos a renunciar a la unilateralidad… no estamos aquí para salvar a España de nada; si quiere, que se salve sola». Y le ponía un precio claro a la supervivencia política del presidente: «Si Sánchez cumple, habrá legislatura». Días después, Puigdemont anunció su candidatura «para culminar el proceso separatista… pero lo tenemos que hacer mejor».
Pere Aragonés ha exigido en un acto en Madrid la recaudación de todos los impuestos en Cataluña a cambio de un ‘cupo’ sólo por un tiempo limitado; luego se lo quedarían todo. Otro paso hacia la independencia. Añadió que lo conseguirán, aunque el presidente diga que no. Y remató sus palabras con un punto de chulería: «Nos dijeron no a los indultos y a la amnistía, y luego ha sido que sí».
No renuncian ni a la autodeterminación ni a la independencia. No es pacificación, son pasos hacia la separación de Cataluña del resto de España, y no lo ocultan. No es la normalización que nos quiere vender el presidente, es pagar el precio que sea preciso por seguir en el poder.
El tercer golpe está emboscado en un envoltorio de aparente legalidad por dos poderes del Estado, el ejecutivo y el legislativo, que lo hace más peligroso que los de 1981 y 2017. Porque ahora estas instituciones no sólo no le hacen frente como entonces, sino que están siendo la correa de transmisión de quienes quieren darlo. El 14 de marzo se aprobó en el Congreso, por seis votos de diferencia, la ley de amnistía que acabará entrando en vigor y, lo que es más grave, que pasará el filtro del previsible Tribunal Constitucional. Y ocurrirá lo mismo con el referéndum de independencia, del que ya están hablando ERC y el Gobierno, según Marta Rovira.
Pedro Sánchez está de rodillas ante los separatistas, pero lo hace sobre las alfombras del palacio de La Moncloa, que es lo único que cuenta para él. El problema es que ha puesto a España de rodillas bajo los que quieren decapitarla.