Recordemos a quienes estos días muestran su disposición a bajar al infierno para hablar con Batasuna que ese infierno de ETA-Batasuna existe, que todos los que han ido han terminado quemados, y que en política no cuentan las intenciones, ni los fines, ni siquiera cuando se consiguen, porque la memoria siempre persigue a quien hizo lo indebido para conseguir lo supuestamente debido.
Puede que José María Ruiz Soroa tenga razón cuando escribe en estas mismas páginas (7-1-07) que para resolver los problemas que afectan a la política vasca, y también a la sociedad vasca, aunque no estoy tan seguro, sería necesario renunciar a dos mitos. Por un lado los nacionalistas deberían renunciar al mito de la autodeterminación, entendida ésta como acto único fundacional y con capacidad casi milagrosa de producir una realidad nueva. Por otro lado los españoles, escribe el autor citado, y me imagino que incluye a todos los que no se identifican exclusivamente con Euskadi como su ámbito de referencia político, deberían renunciar a hacer un tabú del debate sobre la autodeterminación, admitiendo que en determinadas circunstancias dicho ejercicio pudiera ser aceptable y aceptado, al estilo, me imagino, de lo formulado por la Corte Suprema de Canadá para el caso de Quebec.
No me cuesta nada pensar que puede haber en Euskadi bastantes ciudadanos que podrían suscribir lo expuesto por Ruiz Soroa, empezando por quien escribe estas líneas. Quedan, a pesar de todo, no pocas cuestiones a esclarecer. Habría que aclarar, por ejemplo, cómo se garantiza la eficacia de la renuncia nacionalista a la autodeterminación, si basta una mera declaración, si se requeriría una decisión de sus máximos órganos y de un congreso, por ejemplo del PNV, para adoptar solemnemente una decisión parecida. Todo ello ante el trasfondo de que lo que dice la Corte Suprema de Canadá es fácticamente practicable también en el caso español. Algún líder socialista vasco lo ha afirmado recientemente: si una clara mayoría de la sociedad vasca lo quiere, nada se puede oponer.
También habría que preguntar -dirigido especialmente a los políticos que se están acostumbrando a escudarse en lo que la sociedad quiere o deja de querer, en lo que la sociedad pudiera querer o dejar de querer, en lugar de ejercer liderazgo político y defender su posición, más allá de que tenga o no tenga la mayoría en la sociedad en un momento dado, y defenderla porque cree que es un valor fundamental sobre el que construir el futuro de esa sociedad- si el valor del pluralismo y de la complejidad de la identidad vasca y del sentimiento de pertenencia de los ciudadanos vascos es un valor positivo o un problema. ¿Es un valor a preservar y desarrollar, o a tratar de superar? ¿Están vinculados el pluralismo y la complejidad citadas con el ejercicio práctico de la libertad en Euskadi? En cualquier caso, y para la maduración que exige el autor citado, quizá sea exigible no sólo la superación de esos dos mitos, sino también la de un tercer mito: el mito de la sociedad cohesionada, el mito de la unidad de la sociedad, el mito que hace soñar con la superación de las divisiones fundamentales de la sociedad, el mito de la integración política, el mito rousseauniano que nos persigue. Lo que está sucediendo en todos estos largos años -y que el PSE dijera que la razón para asistir a la manifestación de mañana sea la búsqueda de la unidad, en contra de la forma de la convocatoria, en contra del lema elegido para la manifestación y en contra del riesgo de la participación de Batasuna es muy significativo-, la división en la política vasca, y en la sociedad vasca, quizá no sea más que la continuidad del destino que parece deducirse de la misma historia vasca, una historia en la que el hilo conductor no parece ser otro que la división entre vascos, una larga tradición que tras la liquidación de la identidad vasca del XIX sustentada en la doble lealtad -a España y al País Vasco, a Euskal Herria- encuentra en la escisión de los imaginarios, el nacionalista y el liberal socialista, su continuidad. Quizá sea ese sueño de la sociedad vasca integrada, cohesionada, superando su propia historia de división el mito que debamos superar para llegar a la maduración. Decir adiós a ese sueño y aceptar que la realidad vasca es la que es: una realidad escindida en el momento de simbolizarla, aunque en la realidad de la vida diaria sea mucho más homogénea de lo que dejan ver los imaginarios. Si eso fuera así, y no faltan razones para considerarlo al menos, no nos encontraríamos solos.
En el conjunto de España la división política también salta a la vista sin que, de momento, se pueda pensar que dicha división refleje una división social, aunque quién sabe lo que podría suceder en caso de recesión económica. Pero puede que, contra la intención de sus promotores, toda la aventura de la recuperación de la memoria histórica, o de la memoria colectiva, no conduzca más que a establecer la continuidad de la historia de división, también tan tradicional en España. Y ni siquiera otras sociedades se libran de la necesidad de enfrentarse a ese mito. El XIX fue un siglo de profundas divisiones en la mayoría de las más importantes sociedades europeas y occidentales, divisiones que se superaron a duras penas.
Las dos guerras mundiales no pueden entenderse sin referirse de alguna manera a ese problema de las tensiones desintegradoras presentes desde los comienzos de la modernidad en todas las sociedades modernas. Y lo que algunos sociólogos recrean como la edad de oro de la modernidad, los pocos años en los que el Estado del Bienestar ha funcionado dando cohesión a las sociedades, ahora que la globalización parece que lo está arrinconando, no han sido más que un suspiro en la historia de las sociedades, un suspiro que se trata de construir como el estado normal hacia el que debiéramos avanzar los que todavía no lo hemos conseguido, que debieran preservar quienes lo alcanzaron, y todos recordar como una especie de momento paradisíaco, como mito con capacidad de dar sentido a la por lo demás ingrata realidad histórica en la que las divisiones vuelven a aparecer con mucha fuerza.
Nada de todo esto, sin embargo, debe servir de consuelo en estos momentos en los que ETA ha vuelto a atentar y matar, y con ello ha vuelto a hacer añicos las esperanzas de muchos ciudadanos vascos, que probablemente tampoco estaban unidos en la esperanza, porque la concebían de formas radicalmente distintas: unos, como esperanza de dar, gracias a la tregua y a la paz que aportaba ETA, un salto hacia el nuevo marco jurídico-político-institucional soñado: otros, simplemente como libertad de ciudadanos no amenazados, como la libertad de seguir pensando y sintiendo a Euskadi de forma distinta a la norma del nacionalismo vasco, sin que su vida corra peligro.
¿Será posible acabar con ETA? Hubo un tiempo en el que muchos creímos que sí. Hubo un tiempo en el que pudimos afirmar que se había acabado el mito de la imbatibilidad de ETA. Hubo un tiempo en el que muchos pensamos que acabar con ese mito nos hacía más libres. Y que la condición de esa libertad radicaba, entre otras cosas, pero de forma muy importante, en el aislamiento político de Batasuna, raíz de un profundo debilitamiento de ETA. Y hubo un tiempo en el que muchos pensamos que ese poco de mayor libertad conseguida en ese contexto implicaba que el nacionalismo vasco dejaba de legitimar a ETA, aunque fuera indirectamente por medio de la cobertura que implica la frase de perseguir lo mismo, pero con otros medios. Algo de todo eso sería de nuevo necesario para perseguir la derrota de ETA, la posible derrota de ETA. Pero vemos a casi todos los partidos políticos corriendo a hablar de nuevo con Batasuna.
Vemos a algunos afirmando incluso su disposición a ir al infierno para poder hablar con ellos, siempre con el buen fin y la buena intención de solucionar las cosas -habría que recordarles que ese infierno de ETA-Batasuna existe, que todos los que han ido a él han terminado quemados, que, como muy bien han dicho estos días, no sirve para nada, pero que sobre todo, como dice el poeta, quien allí va debe saber que hay que abandonar toda esperanza, «lasciate ogni speranza»-. Pero en política no cuentan las intenciones, ni siquiera los fines, y estos ni siquiera cuando se consiguen, porque la memoria, aun sin leyes que la promuevan, especialmente cuando no está promovida por leyes, siempre persigue como una sombra fantasmagórica a quien hizo lo indebido para conseguir lo supuestamente debido.
Joseba Arregi, EL DIARIO VASCO, 12/1/2007