Hace dos años, pocos dudaban de que ETA tuviera los días contados. Incluso los nacionalistas se apresuraron a presentar el Plan Ibarretxe, justificado como un «plan de paz». Pero a aquella cuasi-unanimidad le ha sucedido una de esas confusas orgías de esperanzas disparatadas y pesimismos abismales a las que tan alegremente nos entregamos en España.
Hace poco más de dos años, pocos dudaban de que ETA tuviera los días contados. Incluso los nacionalistas se apresuraron a presentar el Plan Ibarretxe, mendazmente justificado como un «plan de paz» para tratar de recoger beneficios adicionales de la que parecía inminente desaparición de su pariente criminal, forzada precisamente por la acertada política del vilipendiado Pacto por las Libertades.
Paradójicamente, aunque la banda no haya cometido asesinatos desde mayo de 2003, y aunque su escaparate político haya anunciado hace un año su «voluntad de optar por las vías políticas» (descartando en el futuro, se supone, las violentas), aquella cuasi-unanimidad sobre el inminente final de ETA ha desaparecido. Le ha sucedido una de esas confusas orgías de esperanzas disparatadas y pesimismos abismales a las que tan alegremente nos entregamos en España.
En la derecha se alzan voces no ya escépticas -reserva totalmente aconsejable-, sino francamente derrotistas. Consideran que los terroristas no matan porque no necesitan hacerlo, ya que se encontrarían más cerca que nunca de conseguir sus objetivos. Y disputando agriamente con ellas surgen otras voces no menos inquietantes, procedentes de la izquierda (y del nacionalismo, naturalmente), que dan por iniciado un «proceso de paz» que desembocará felizmente en la desaparición de la violencia sin pagar precio alguno -y olvidando interesadamente el altísimo precio que algunos ya han pagado y siguen y seguirán pagando.
El primero es un discurso de tipo numantino, monocorde, exaltado y falto de modulación, empeñado en anunciar poco menos que el cataclismo del sistema democrático en España, se trate de un incendio forestal o de una tregua terrorista, y el segundo es un ejercicio de lo que cabe llamar optimismo mágico , la creencia de que es posible exorcizar los peores problemas con toques cosméticos y meras declaraciones de buena voluntad. Ambas retóricas, que en los últimos meses se han apoderado del debate partidista, excluyendo casi por principio cualquier análisis ecuánime, están conduciendo a la política española hasta cotas de tensión, ineficacia y simpleza verdaderamente temibles.
Lo cierto es que hay muchas razones para pensar que el fin de ETA está más cerca que nunca, pero también para temer que dicho fin pueda trocarse de nuevo en resurrección de la pesadilla o en una desactivación incompleta y provisional tras pagar algún precio inaceptable. Este segundo temor obedece no tanto a la habilidad de los terroristas como a la torpeza de nuestra clase política y de muchas de nuestras instituciones, eficazmente auxiliada en este sentido por sus hooligans mediáticos, y a la consiguiente deriva hacia la insensatez que ha ido adoptando la política nacional.
1 – La situación tras las elecciones del 14-M
El horizonte de partida puede resumirse brevemente así: ETA quedó muy debilitada, en todos los aspectos, por el Pacto Antiterrorista, y esa debilidad, tanto política y social como activista, es la razón principal -aunque no exclusiva- de que lleve 30 meses sin cometer asesinatos. Y esta vez sin ninguna tregua explícita. Conviene recordar que una situación semejante no se daba desde 1969-1972. Ahora bien, el Pacto Antiterrorista (Pacto por las Libertades), formalmente vigente, no sobrevivió a la victoria socialista en las elecciones del 14-M, a la que llegó tocado del ala por los desacuerdos entre PP y PSOE sobre la conveniencia de convocarlo tras los atentados del 11-M, y como consecuencia inmediata la política del gobierno y de la oposición respecto al terrorismo ha involucionado hasta convertirlo en tema de agresiva y pública controversia.
El Pacto Antiterrorista ha decaído por dos razones distintas: por su eficacia, y por la efimeridad superficial de los acuerdos estratégicos entre PP y PSOE, que el Pacto contribuyó a disimular. Tanto la debilidad de ETA como la crisis del Pacto, y el consiguiente afloramiento de los antagonismos entre izquierda y derecha, son el motivo de que los terroristas tanteen algún tipo de salida negociada, tan bien recibida por el gobierno socialista como rechazada por principio por la oposición popular . Hay otra novedad sobre la que no hay sitio para extenderse aquí: el nacionalismo vasco gobernante no está jugando ningún papel decisivo en el final de ETA, y eso explica la situación interna de un PNV todavía a la espera, empantanado entre el soberanismo de Ibarretxe y Egibar y el pragmatismo utilitario de Imaz, esperanzado en que el Estatuto soberanista catalán salga adelante para reclamar algo similar, pero sin despreciar que sea rechazado como lo fue el Plan Ibarretxe. Al fin y al cabo, el nacionalismo vive de sus propios fracasos, el «perder para ganar» tan bien razonado por Jon Juaristi.
Se intuía, pero el tiempo ha puesto en evidencia cuál es el intento de Rodríguez Zapatero: solucionar de una tacada problemas tan arduos como la satisfacción del soberanismo catalán y vasco con sendas reformas estatutarias poco o nada conformes con la Constitución , y de paso forzar a una ETA debilitada a dejar la violencia con el argumento, entre seductor e intimidatorio, de que un nuevo Estatuto vasco, tan lleno de concesiones al nacionalismo como el modelo catalán, será la última oportunidad de engancharse al sistema. Y todo ello marginando al PP y debilitando al PNV en beneficio de un PSE «maragallizado». En realidad, lo único predicho y demostrado hasta ahora es que la maragallización beneficia al nacionalismo periférico, incluso al centralista, y perjudica a la socialdemocracia española, de manera que el resultado puede ser contrario al apetecido. Pero ese es otro tema que también debemos dejar de lado aquí.
La negativa del PP a beneficiar a Zapatero participando en sus reformas en el papel de partido subalterno se está expresando demasiadas veces recurriendo a un discurso apocalíptico, de enfrentamiento frontal con el gobierno socialista y sus aliados. El juicio de Zaplana tras el primer debate en el Congreso sobre el Estatut es bastante ilustrativo: «España ha dado hoy otro paso hacia el abismo». Ciertamente, los discursos pronunciados por Rajoy con ocasión del debate del Plan Ibarretxe –excelente, por cierto- y del nuevo Estatut son irreprochables, sólidamente entretejidos en torno a principios liberales. Paradójicamente, el jefe de la oposición se ha lucido precisamente en dos debates que su partido rechazaba de plano. Quizás por eso las declaraciones de otros portavoces son de otro tenor, por no hablar de medios de comunicación afines donde se habla incluso de la traición del Rey por no alinearse con la derecha más apocalíptica.
Una de las justificaciones invocadas por la derecha para negarse a colaborar con el presidente Zapatero –convertido en «un problema para España», en palabras de Rajoy- es impedir que éste consume la temida negociación con ETA. Sin embargo, esta estrategia tiene un efecto imprevisto: puede mejorar las cartas de ETA en su intento de imponer una negociación política, es decir, de obtener concesiones a cambio del cese del terrorismo, aquello que legítimamente se pretende impedir a toda costa. En efecto, el temerario e injustificable intento socialista de marginar al PP de las reformas constitucionales en curso, más o menos disfrazadas de reformas estatutarias, también tiene un precio para el gobierno: debilita su posición y aumenta el riesgo de que sus fracasos parciales resulten catastróficos. Los terroristas saben que se enfrentan a un gobierno que necesita exhibir avances en la desactivación del terrorismo doméstico para justificar el aislamiento de una oposición perversamente calumniada como «heredera del franquismo». Más aún, los terroristas vascos han encontrado el insólito regalo de llegar a arbitrar, quizás, el pugilato entre gobierno y oposición. Porque ambos aparecen decididos a jugar todo a una carta, de modo que el éxito propio signifique el hundimiento del rival. Perspectiva que debilita a PSOE y PP mientras fortalece a ETA y al nacionalismo en todos sus grados y matices.
Pero los acontecimientos internacionales tienen tanta o más importancia que los líos locales para el asunto que nos ocupa.
La globalización ha convertido muchos problemas locales en problemas planetarios, mutación muy negativa para el terrorismo nacionalista. Grupos como ETA o el IRA (o los lealistas del Ulster) ya no pueden aspirar a que otros países asuman el papel de observadores neutrales y lleguen, incluso, a mediar en sus «conflictos» respectivos, ayudando a sostener sus pretensiones. La irrupción del nuevo terrorismo internacional, cuyo paradigma es Al-Qaeda, está empujando a imponer el máximo orden y transparencia para reforzar la seguridad, incluso a costa de las libertades públicas. Esto empeora drásticamente las posibilidades etarras de reanudar los asesinatos sin atraer sobre sí represalias más duras y unánimes que las del pasado. El gobierno laborista británico, por poner un ejemplo significativo, está proponiendo medidas antiterroristas internacionales como el control de los correos electrónicos y el cierre cautelar de las publicaciones que se muestren comprensivas con los terroristas. Algunos diarios, televisiones y radios nacionalistas, vascas y catalanas, tendrán una vida muy breve en un sistema legal semejante, sobre todo si ETA no desaparece del escenario (y seguramente de la memoria, como temen las víctimas).
Al terrorismo nacionalista vasco -démonos el gusto, en esta era de relativismo semántico, de llamar a las cosas por su nombre- no le queda más salida que elegir entre el suicidio que significaría volver a las andadas, o aprovechar la oportunidad de una salida pactada que le ofrece el gobierno abonado al optimismo mágico.
Es un dilema complicado. Si asesinan para forzar (la antigua «acumulación de fuerzas») la concesión de la autodeterminación y la «territorialidad» en la mesa de negociación, como han hecho siempre en el pasado, los terroristas arriesgan la suspensión ad calendas graecas de los contactos con cualquier gobierno, y de paso podrían hundir al gobierno socialista. La única justificación pública de los movimientos del presidente Zapatero en esas arenas movedizas es que «se debe hacer lo posible para que no haya más víctimas», regla que señala el punto de tolerancia cero a cualquier fallo en este asunto. Por tanto, si ETA intenta realmente negociar un final pactado con este gobierno, en la certeza de que le resultaría imposible hacerlo con uno del PP, deberá renunciar, con garantías suficientes, a cualquier «demostración de fuerza». Tampoco es verosímil que los activistas más experimentados, o escarmentados, olviden que durante los últimos veinte años cada regreso al terrorismo ha terminado resolviéndose en su contra: más detenciones y más presos (ahora con condenas más duras), menor eficacia y mayor rechazo social y aislamiento político.
La famosa declaración de tregua, urgida por los nacionalistas y sus socios, aparece en este panorama con el brillo mefítico de los fuegos fatuos. Puede que no se haya producido, precisamente, porque ya no puede ser sino total y definitiva. La «tregua de hecho» (de asesinatos) en que vivimos es el síntoma más elocuente del punto delicado y difícil en que estamos inmersos: ETA no acepta todavía que su final sea inexorable, de modo que se reserva intentar otra escalada de violencia para forzar la negociación, pero por otra parte sabe que hacerlo cerraría por muchos años cualquier alternativa a la represión pura y más dura. Pero, de momento, resulta que esa duda añade un beneficio inesperado: profundiza la división entre sus enemigos, ya bastante abismal sin su ayuda, y eso le da un respiro para dilatar la decisión definitiva. Tendremos duda para rato, tanto como dure la división estratégica entre PSOE y PP, incluso si la banda declara una tregua total e indefinida de asesinatos en los próximos días.
2 – Entre el optimismo mágico de la izquierda y el numantinismo de la derecha
Confieso mi incapacidad para comprender lo que quieren decir, o cómo entienden la realidad, quienes afirman simultáneamente que nada ha cambiado pero todo es diferente: esa paralogía lampedusiana es el tema obsesivo del discurso numantino contra ETA. No me refiero ya a la estrafalaria denuncia de que ahora estamos peor que cuando la banda asesinaba, sino a las opiniones, pronósticos y análisis coincidentes en afirmar que ETA se encuentra más cerca que nunca de conseguir sus objetivos, de modo que no le urge perpetrar asesinatos.
Como prueba, se aduce el proyecto de reforma del Estatuto catalán. Pero es una prueba viciada porque es abusivamente retroactiva. El nacionalismo radical catalán es muy anterior a ETA, y los intentos de retorsión de la legalidad constitucional para implantar un Estat Catalá «dentro del Estado español» se remontan al menos a la II República , con Maciá y Companys; estamos asistiendo a un revival posmoderno de aquel intento, ahora con la patética e irresponsable colaboración socialista.
En el peor de los casos, los contactos de ERC con ETA obedecen a la concurrencia de sus respectivos intereses: los soberanistas catalanes necesitan un parón del terrorismo nacionalista vasco para hacer progresar sus pretensiones con la ayuda gubernamental, y a ETA siempre le ha convenido el cobijo y apoyo pasivo del soberanismo periférico, no el enfrentamiento con sus intereses. Ciertamente, si llevamos tantos años exigiendo al nacionalismo institucional que presione a la banda para que cese la violencia -exigencia central del Pacto por las Libertades-, es porque pensamos -¿o no?- que su colaboración resulta esencial para que acabe el terrorismo.
A la retórica numantina que olisquea la maldad (ajena) en todas partes se le opone ese pegajoso optimismo mágico que ha invadido como un cáncer a buena parte de la izquierda española. Bastaría con desear algo muy fuerte y decirlo muchas veces para que suceda: ¿los inmigrantes sin papeles asaltan las vallas fronterizas?: invoquemos la interculturalidad y el noble pacto de civilizaciones entre las metrópolis posindustriales y las aldeas africanas; ¿la sequía amenaza con provocar grandes daños?: se sacan en procesión los expertos, esos santos modernos, y a esperar a que llueva. Y así con todo.
Aplicado al terrorismo etarra y sus profundas ramificaciones deletéreas, el optimismo mágico puede introducir, ciertamente, un factor de riesgo catastrófico. Y no es monopolio de los políticos; un periodista muy influyente de un diario vasco muy importante intenta hacer pasar estos días el declive de ETA como un triunfo de… las tesis de Elkarri, grupo que firmó la Declaración de Lizarra, beligerantemente nacionalista y que lleva años advirtiendo contra la maldad intrínseca de la persecución del terrorismo. Ahora bien, la oposición del discurso numantino a ese optimismo mágico no sirve para entender mejor la realidad, esa cosa compleja y fugitiva, ni para estimular la resistencia cívica o mejorar la firmeza democrática. Simplemente opone una colección obsesiva de consignas a otra, temible cacafonía que incrementa el descrédito de la política. La decadencia de los grupos cívicos que algunos apuntan al debe gubernamental se explicaría mucho mejor considerando el destrozo producido en el espacio cívico por el sectarismo de partido (de ambos partidos).
Al margen de las exageraciones de los portavoces (y portacoces) más conspicuos de cada parte, algo comparten sobre tanta diferencia, a saber: tanto quienes abogan por la negociación política con ETA como quienes la rechazan de plano actúan para cargarse de razón respecto a lo justo y bueno de sus viejas políticas. Los partidarios de la negociación creen llegado el momento de demostrar cuanta sangre y sufrimiento se habría evitado de seguirse una política radicalmente distinta a la del Pacto por las Libertades: habría que dialogar con ETA, concederle algunas cosas -ámbito vasco de decisión, por ejemplo- y relegalizar a Batasuna, con un ojo puesto en el modelo del Ulster y el otro en el nuevo Estatuto catalán (una versión reglamentista del Plan Ibarretxe). Lo mismo persiguen quienes condenan cualquier movimiento distinto a su propia estrategia de confrontación total: esperan que haya una negociación para que fracase otra vez y demostrar que la decencia y la razón, toda ella, les pertenece en exclusiva. En ambos casos se ignoran por completo los intereses generales, que cabe resumir en lo siguiente: hay que acabar con ETA sin hacerle concesiones políticas; el cómo es cosa del gobierno de turno, que debería acordarlo con la oposición democrática.
3 – ¿Cómo les va a los terroristas?
¿Hay más de doce personas realmente conocedoras de lo que se cuece en las marmitas terroristas? Seguramente no, ni siquiera en la propia ETA. Lo que sí abundan son las especulaciones y las sobreinterpretaciones abusivas. Al primer grupo pertenecen los mensajes obsesivos, más bien ruegos indignos, sobre la inminencia de una tregua terrorista. Al segundo, los que afirman que la ralentización de los atentados, limitados por ahora a la kale borroka y la extorsión, demuestra que hay una negociación en marcha entre ETA y gobierno.
¿Tiene fundamento este último punto de vista? Lo cierto es que el cese de atentados mortíferos tiene otros significados más probables: riesgo de repetir los últimos fracasos, pérdida de eficacia de los nuevos activistas, dificultad para entrenarlos y protegerlos, creciente eficiencia policial y, sobre todo, el temor a la reacción política, policial y social ante nuevos asesinatos. Temor explícito en el sorprendente porcentaje de votantes fieles de Batasuna y sus avatares que afirman rechazar el terrorismo (la «lucha armada»): hasta el 90% en algunas encuestas. Naturalmente, la necesidad puede convertirse en virtud: no matamos porque no lo necesitamos, ya que estamos a punto de conseguir lo que pedimos. Pero eso no es más que autobombo y propaganda para animar a la parroquia. Salvo que, en efecto, aparezca un emisario del gobierno llevando un ramo de olivo.
La propia banda ha declarado, quizás para tranquilizar a su propio gallinero, que no hay abierta ninguna negociación en el sentido tradicional, como las de Argel de infausto recuerdo, pero quizás haya otra cosa . Por otra parte, tampoco debe rechazarse a priori que un gobierno legítimo intente con ETA algún acuerdo de disolución siempre y cuando no incluya cesiones políticas, no conlleve la legitimación histórica del terrorismo, y no imponga renuncias y vejaciones a las víctimas. Esas tres condiciones innegociables dejan un margen muy estrecho de acción a cualquier «negociador». Por eso hubiera sido deseable que la oposición cumpliera aquí su deber de controlar al gobierno, garantizando que en ningún caso un posible proceso de rendición, cuya forma y ritmo puede negociarse, quede convertido en otra cosa. En cualquier caso, el gobierno tiene vedada la concesión de amnistías, no puede reconocer el estatus de «preso político» a los terroristas, ni puede impedir que algún tribunal tome en consideración las denuncias de las víctimas ante eventuales excarcelaciones indebidas.
Es banal perder el tiempo discutiendo si hay o no partidarios de negociaciones injustificables: sabemos que existen, y que son influyentes y poderosos. Sin ir más lejos, ni las organizaciones patronales ni la Iglesia han emitido hasta hoy ningún comunicado rechazando cualquier negociación con los terroristas. El verdadero problema está en saber si la banda ha llegado o no a la convicción de que no tiene futuro y de que le conviene más una rendición a tiempo que otra fuga hacia delante. Refutar esta obviedad con ese exorcismo que reza «a ETA sólo le pedimos que se disuelva, nada más», no sólo roza el absurdo lingüístico -sólo se pide algo a quien puede concederlo-, sino que sitúa el problema en el ámbito de lo irracional: ¿y si ETA desaparece en la práctica sin hacernos el favor de avisar antes?
4 – La crisis del Pacto por las Libertades
Interpretar la ausencia de asesinatos como una prueba del triunfo de ETA equivale, o poco menos, a dar por inútil y fracasado el Pacto por las Libertades. En tal caso, el Pacto habría resultado no sólo inútil, sino contraproducente y origen de un engaño masivo explotado por los violentos. Los detractores del Pacto -nacionalistas e IU, además de la propia ETA-Batasuna, claro está- habrían llevado razón, y quienes lo pedimos y apoyamos estaríamos totalmente equivocados. El Pacto habría sido un estorbo tanto para el PSOE como para el PP, a los que habría privado de libertad de acción y alianzas sin conseguir mejoras palpables, demostrando la inutilidad de cualquier política que no sea estrictamente de partido . Un asunto suficientemente serio como para detenerse un momento en ello.
Contra las explicaciones algo simplistas que suelen hacerse, no parece que dicho Pacto surgiera del acuerdo espontáneo del PP y PSOE, sino de la respuesta necesaria a la presión creciente de la opinión pública, hastiada de funerales y de una división que favorecía al terrorismo y a quienes explotan sus efectos, esto es, al nacionalismo. Los entierros de militantes constitucionalistas, a los que asistían tanto políticos de un partido como del otro, unidos a la presión de los colectivos de víctimas y de ciudadanos -que tampoco nacieron por generación espontánea ni a golpe de corneta, como parece creerse-, hicieron mucho más por la firma del Pacto que los sesudos análisis estratégicos.
Más allá de la ideología respectiva, el sistema español de partidos -no sólo la Ley Electoral- condena las relaciones PSOE-PP al antagonismo perpetuo. Ambos partidos necesitan o bien ganar por mayoría absoluta, o bien aliarse con partidos nacionalistas a los que deben cortejar y seducir en la consiguiente subasta de favores. Donde los socios nacionalistas son marginales, como sucede en la Comunidad Valenciana , socialistas y populares pueden suscribir acuerdos sin armar demasiado estrépito. Naturalmente, los nacionalistas e IU necesitan cargarse el Pacto Antiterrorista porque conviene a sus intereses, una pretensión sumamente fácil cuando resultan imprescindibles para formar una mayoría parlamentaria. Por eso IU y ERC, con el acuerdo del PSC, imponen al PSOE la hibernación del Pacto. Dado el deterioro de las relaciones con el PP, consecuencia también de los incidentes de la infausta jornada de reflexión del 13 de marzo de 2004 –ataques a sedes del PP y manifestaciones ilegales-, la mera exigencia bastó para suspender de hecho la médula del Pacto por las Libertades: la prohibición de acuerdos por separado con el nacionalismo vasco mientras no se enfrente a ETA, y la Ley de Partidos que ilegaliza a Batasuna.
El año 2004 Batasuna estaba ilegalizada y desplazada de los ayuntamientos vascos, su gran base de poder, sin que ello provocara incidentes reseñables. Al contrario, la seguridad mejoró sensiblemente en pueblos como Andoain, Hernani u Ondárroa. Que no se haya convertido en mayor libertad hay que achacarlo a la pusilanimidad gubernamental, tanto nacionalista como socialista. Ambos gobiernos, ayudados por esas inevitables sentencias judiciales sorprendentes (como la reciente que negaba que la kale borroka fuera terrorismo), han preferido jugar a creer que Batasuna había aprendido la lección, renunciando a organizar, encubrir y explotar la violencia. Pero los más de 150 concejales de PNV y EA que han preferido dimitir estos meses para sustraerse al acoso batasúnico, que les acusa de ocupar sus concejalías, desmienten esa falacia. Falta mucho para que Batasuna admita las reglas de juego más elementales.
La Ley de Partidos, y la consiguiente ilegalización de Batasuna, fue recibida con enorme aprensión no sólo por los perjudicados, sino por otros colectivos. Los detractores anticiparon su obligado fracaso, objetando que prohibir cualquier partido constituye un atentado contra la democracia. Pero los hechos dieron la razón a quienes aseguraban que Batasuna y su tinglado vivían de la impunidad, de modo que el fin de ésta también aceleraría la crisis de ese partido y, por tanto, la de ETA. El mismo reparto de aciertos y errores se produjo respecto a la kale borroka , que se alimentaba de la misma impunidad de facto y de un insuficiente tratamiento jurídico. Incluso los detractores más severos de la legitimidad de estas medidas tuvieron que reconocer su sorprendente eficacia. Que, con respecto a Batasuna, ha ido mucho más lejos del mero desalojo de las instituciones en las que reinaba o intimidaba.
La ilegalización demostró que ya no cabían las «terceras vías» entre la legalidad y el crimen organizado. La llamada «izquierda abertzale» debía elegir entre una y otra, y parece evidente que sigue inmersa en el dilema pero moviéndose hacia la legalidad. El primer atisbo público del giro se produjo en la llamada Declaración de Anoeta, en noviembre de 2004. Naturalmente, intenta que tal elección disimule su pérdida de capacidad de movilización social, muy mermada en estos años, pero es cuestión de tiempo que la mayoría de los abertzales proetarras opten por la legalidad, no por convicción o conversión a los principios de la democracia, sino por mero instinto de supervivencia. La debilidad de sus propias huestes, que no protagonizaron las protestas virulentas que se preveían, puso a ese mundo ante el espejo de su probable evolución: adaptarse o desaparecer. Salvo que sean los errores del contrario los que, como en el pasado, dilaten innecesariamente el desenlace.
Naturalmente, hubiera sido mucho mejor que el gobierno socialista mantuviera íntegro el Pacto, y no sólo su letra, pero eso equivalía a mantener un pacto con el PP que, como es obvio, no deseaba la mayoría en ninguno de ambos partidos. Si la acusación de ambigüedad o tibieza al gobierno socialista está justificada en asuntos tan sensibles como la legalización de EHAK, o la gratuita declaración del Parlamento autorizando al gobierno a hablar con ETA, también está justificada la acusación a la derecha de confundir interesadamente, y desde el primer día, el cambio de actitud gubernamental con el inicio de una negociación encubierta con los terroristas, acuciando el alineamiento de los grupos de víctimas y otros colectivos cívicos con las tesis propias o con las gubernamentales. Todavía provoca más perplejidad que muchos días se hayan superpuesto las denuncias de negociación, probadas por la inactividad terrorista, con la paralela de que el peligro terrorista aumentaba. Algo anda mal cuando no se quiere advertir tamaña incongruencia.
5 – Un final diferente.
Muchas previsiones sobre el final del terrorismo etarra dan por descontado algo que está por demostrar: que ese final incluirá alguna clase de acto formal, por ejemplo una solemne declaración de una de esas mesas extraparlamentarias de partidos que adora Ibarretxe. O, en el polo opuesto, habrá una rendición formal de características desconocidas, ante notario o ante el jefe de la policía, pero capaz en cualquier caso de tranquilizar a las buenas gentes: por fin hay paz a cambio de nada. ¿Y si no ocurre ninguno de ambos supuestos?; ¿qué significa exactamente «fin del terrorismo etarra»?; ¿es lo mismo para todos? Parece que no, y sería muy positivo ponerse al menos de acuerdo en esto. ¿Cómo van a entenderse los partidos, pongamos por caso, si interpretan de modo diferente la expresión «fin de ETA»? ¿cómo es posible alentar la moral cívica si hay un malentendido de fondo al respecto? ¿cómo contar con las víctimas para satisfacer sus justas exigencias de memoria y justicia, y quizás para que admitan o al menos no ataquen frontalmente determinadas decisiones necesarias para según qué final de ETA?
Entre la rendición sin condiciones y la condicional existe una tercera posibilidad, y quizás sea la más realista. A veces se ha descrito como «grapización», aunque es poco realista que un grupo tan sólidamente arraigado socialmente como ETA degenere en simple grupúsculo ultra. Pero el desmoronamiento por etapas es posible, sin acto de rendición ni acta de exterminio; la democracia, por cierto, es incompatible con esta última tentación, y tampoco puede convertir a un grupo terrorista en un enemigo de guerra que se rinde a las autoridades (aunque la retórica de la “guerra total al terrorismo” propicie esa perversa metamorfosis).
ETA puede ir desapareciendo mediante la pérdida progresiva de activistas y apoyos políticos, o sencillamente por enquistarse o esclerotizarse a cámara lenta. Primero se abandonan los asesinatos, y luego los atentados sin víctimas mortales se van espaciando. Queda la amenaza, pero el pasar del tiempo la hace menos creíble. Puede que estemos inmersos en un proceso de estas características. Desde luego, es reversible: los terroristas pueden cometer nuevos asesinatos, incluso es probable que algunos lo intenten precisamente como forma de cortar la deriva hacia la desaparición: como es sabido, ha sido la forma tradicional por la que ETA ha resuelto en el pasado sus tensiones «liquidacionistas». Pero una ETA pasiva, carente de influencia real, es lo mismo que una ETA liquidada. En lugar de un fin brusco como la caída del telón sobre el escenario donde los muertos se desangran, o del the end cinematográfico de Sólo ante el peligro , con Gary Cooper abandonando desdeñosamente el pueblo de cobardes tras liquidar en perfecta soledad a todos los malos, habría un fundido progresivo hacia el negro. Fin de la tragedia. La desaparición fáctica de ETA no conlleva la de sus expresiones ideológicas y políticas. Con o sin terrorismo, habrá nacionalismo radical y antidemocrático, en el País Vasco y fuera de él; hay razones para temer que su incremento sea una de las consecuencias desfavorables de la globalización. Puede parecer poco satisfactorio, pero mantener ese nacionalismo a raya, impidiéndole que traspase los límites de la legalidad, es probablemente más razonable que esperar a que se esfume tan mágicamente como los problemas que exorciza la progresía zapaterista. Porque si el fin de ETA ya es algo complicado y difícil, asociarlo al fin del nacionalismo es una equivocación absoluta.
Algunos de los que fundamos el Foro Ermua y luego nos marchamos para reencontrarnos en ¡Basta Ya! pensábamos que en el primero de ambos colectivos había demasiada insistencia en identificar «lucha contra el terrorismo» con «desaparición del nacionalismo». Parece que ese modo de pensar ha arraigado profundamente en algunos círculos. En esa obsesión hay un doble peligro: primero, el empecinamiento en no querer reconocer el debilitamiento objetivo de ETA al identificarla con todo auge del nacionalismo –atribuyéndole, por ejemplo, secretos designios en el lamentable Estatut catalán; segundo, una incapacidad patológica para imaginar y hacer política sin el gran villano del terrorismo nacionalista. En los casos más graves, se trata de preferir que siga ETA a que ésta desaparezca de un modo poco emocionante. Puede afectarles el mismo mal que enfermó de melancolía a esos –muchos de ellos antifranquistas imaginarios o sobrevenidos- que decían «contra Franco vivíamos mejor». No, cuanta menos ETA haya mejor viviremos todos, incluso aunque otros riesgos y amenazas indeseables asomen ya en el horizonte.
Carlos Martínez Gorriarán, El Noticiero de las Ideas, nº 25, enero de 2006