Aunque el martes Juan Lobato plantó cara a Ferraz, finalmente no ha podido resistir la presión del PSOE, que lo ha empujado a la dimisión. El hasta ahora secretario general del PSOE de Madrid ha anunciado por sorpresa este miércoles su renuncia a todos sus cargos.
El motivo aducido es el de «poner freno a una situación de enfrentamiento y división grave que se estaba generando en el partido». Han sido cuatro días convulsos en los que Lobato ha desplegado una estrategia errática para salir al paso de la actuación que se lo ha acabado llevando por delante: su registro ante notario de una conversación en la que un alto cargo de Moncloa le remitió un correo confidencial incriminatorio del novio de Isabel Díaz Ayuso.
No está claro si esta acreditación respondió a un alarde de integridad del socialista madrileño o a una reacción meramente defensiva, en previsión de que pudiera verse implicado en un delito de revelación de secretos. Pero lo cierto es que el pulso de Lobato a Ferraz, después de haber cambiado varias veces de versión, ha sido efímero.
Si el martes optó por enarbolar la bandera de la honestidad frente al aparato (y el PSOE por suspender las hostilidades hasta después del Congreso Federal del fin de semana en Sevilla), parece que Lobato ha calibrado que la evaporación de sus apoyos entre las bases desde el domingo hacía inviable su única posibilidad de resistir, que era la de ganarse el voto de la militancia.
Pero lo más relevante de la carta de renuncia de Lobato es que sugiere que se ha quedado solo en el PSOE también en lo tocante a la rectitud.
No otra cosa se colige de su defensa de una política que «tiene como esencia la honestidad». Una forma de hacer política que, según el político madrileño, no es quizá «compatible con la que una mayoría de la dirigencia actual de mi partido tiene».
El escrito de dimisión de Lobato sólo puede leerse como una andanada que deja en un lugar ignominioso al PSOE. Su rechazo a la «destrucción del adversario» y «la aniquilación del que discrepa» desliza inequívocamente que su partido ha devenido una maquinaria bélica entregada a prácticas inmorales.
El PSOE se ha puesto a sí mismo en evidencia al acusar a Lobato de «traicionar» a su organización y de haber demostrado «falta de lealtad».
¿No se infiere de estos reproches que el partido ha excomulgado a uno de sus miembros por el solo hecho de haber querido cerciorarse de que no estaba haciendo algo ilegal?
¿En qué lugar queda Ferraz cuando la «traición» de la que acusa a Lobato sólo puede entenderse como una reprimenda por haber desvelado que le mintieron al asegurarle que la información sobre los delitos fiscales del novio de Ayuso procedía de los medios y no de una filtración de Fiscalía?
Lobato ha defendido que «la lealtad a mi partido es trabajar para poner en marcha sus principios», y no el ciego acatamiento que el PSOE entiende por fidelidad.
A partir de ahora, una gestora dirigirá transitoriamente el partido, quedando el camino expedito para que la de Óscar López sea la única candidatura en las próximas primarias de la federación madrileña.
Pero, de forma sutil, Lobato ha dejado la puerta abierta a un posible regreso: en su carta no ha dicho nada sobre si dejará su acta de diputado, ni ha descartado tajantemente la opción de presentarse a las primarias.
Lo cual sería coherente con la candidatura paralela que lleva labrándose desde hace más de un año entre las agrupaciones pequeñas de Madrid. Lobato ha querido encarnar «el respeto y la educación en la política». Y por tanto representa una concepción de la política antitética a la polarizante belicosidad del sanchismo.
Con su dimisión ha quedado probado que, como en una inversión del chiste, Lobato no es un conductor suicida: es todo el resto del PSOE el que conduce en sentido contrario.