MARTÍN ALONSO, EL CORREO – 01/03/15
· Supuestos pacificadores no han dejado de predicar el evangelio de la equivalencia, desde el «empate infinito» hasta el «final ordenado».
Las primeras palabras que llegaron al buzón de Andoain («Sentí que en cualquier otra parte del mundo, ante un asesinato como el que viví, la gente se hubiera echado a la calle… Cuando ya no quedaba nadie, aparqué mi coche y caminé con pena hasta el lugar del asesinato», EL CORREO, 19/02) despiertan un denso racimo de asociaciones.
La primera y principal es para dar la bienvenida a una iniciativa que permite a cada cual, sin ampararse en ninguna coartada ideológica, identitaria ni grupal, enfrentarse a su propia responsabilidad ante la historia reciente. Pero las respuestas individuales están mediatizadas por procesos sociales bien estudiados, la espiral del silencio es acaso la más conocida y explica bien el hecho de que el testigo autor de la carta sólo en la soledad se atreve a comportarse como ser humano decente. El buzón es un instrumento que ofrece la oportunidad para desenredar la espiral del silencio. Un instrumento muy poderoso. Veinte años después de Núremberg escribía Jean Améry que los alemanes «en su mayoría aplastante no se sienten, o han dejado de sentirse responsables…». La espiral de silencio mantenía todavía su vigor.
La segunda asociación sobrepasa la dimensión individual. En ‘Vecinos’, un libro que, con sus acomodos, arroja luz sobre lo ocurrido en muchos municipios vascos, escribe J. T. Gross: «Es preciso mantener la suficiente serenidad de ánimo para recordar que de cada crimen sólo es responsable un asesino o un grupo de asesinos concreto. No obstante, nos veríamos obligados a estudiar qué es lo que hace a toda una nación capaz de llevar a cabo esos actos tan espantosos». Los actos de ETA no los ha cometido la nación pero se han cometido en su nombre. De modo que es pertinente la pregunta por terceros interpuestos de Gross: «¿Puede en la actualidad un joven alemán que piense en el significado de su identidad como alemán ignorar doce años de la historia de su país?».
No hace falta una diplomatura en interpretación para extrapolar. Ahora el foco se traslada a la responsabilidad de los ‘bystanders’, de los circunstantes y sus herederos. De éstos, al menos en el sentido del rótulo «¿Papá, tu dónde estabas cuando…?». Las respuestas ante esta responsabilidad son variadas. Ana Mladic se suicidó con la pistola más apreciada de su padre al tomar conciencia de su legado; el hijo del jerarca Martin Boorman es sensible a los daños del nazismo pero considera que su padre fue también víctima; el personaje anónimo que cierra ‘Los peces de la amargura’ pide perdón a su compañero de hospital, herido en un episodio nacional de kale borroka: «–¿Qué tiene que ver usted con lo que me pasó?, –Yo me entiendo. Si la parienta se entera que le pido perdón, me pega dos hostias». El relato de Fernando Aramburu no precisa si la parienta es de Andoain.
La tercera asociación apunta a la esfera política. Con motivo del primer aniversario de su muerte, el Ayuntamiento de Andoain decidió conceder a Joseba Pagazaurtundua la Medalla al Mérito; PNV-EA se abstuvieron; su portavoz acusó a los otros partidos de «aumentar el sufrimiento y la división de los andoaindarras»; ‘Gara’ destacó del acto las críticas a PNV-EA de la mayoría del pleno. Ibarretxe no se pronunció sobre el asunto. Sería un detalle en la buena dirección que no llegara al buzón algún escrito regurgitando el confusionismo retórico del ‘todos somos víctimas’. Pero ese confusionismo está bien asentado porque supuestos pacificadores no han dejado de predicar el evangelio de la equivalencia, desde el ‘empate infinito’ hasta el “final ordenado’. Y preocupa ver cómo desde las alturas del Gobierno se despliegan esfuerzos titánicos en una alquimia contable encaminada a difuminar la silueta del mal en la sopa indiferenciada del dolor. El empeño cuantificador choca con la ceguera sobre lo cualitativo, lo que tiene que ver con la urdimbre totalitaria. Lo que invita a una última asociación.
Los informes encargados por la Secretaría de Paz y Convivencia, tan pertinaces en su afán de exhaustividad, olvidan sistemáticamente algo esencial en su contabilidad: los asesinos no son víctimas –la mayoría no lo son– pero, en tanto no repudien su pasado, son muertos morales. Son, por otro lado, los únicos muertos recuperables, los únicos para los que se puede aplicar una reparación que sólo depende de ellos. Y su transformación mediante la asunción de la responsabilidad por el daño es la condición determinante para la restauración de la esa convivencia tan manoseada. Las víctimas y sus familias merecen el calor de los convecinos, a falta de una posición clara de la abrumadora mayoría de los asesinos y del núcleo emparentado ideológicamente con ellos. Pero es igualmente una necesidad para el conjunto del municipio de Andoain, porque como escribe Gross: «¿Cómo va a confiar nadie en unas personas que asesinaron a otras o las delataron a sabiendas a sus asesinos?».
El ensayo de Gross sobre Jedwabne no fue bien recibido por los nacionalistas polacos, pero ha obligado a la sociedad a enfrentarse a una parte oscura de su pasado. A tomar conciencia de que polacos corrientes que asesinaron a sus vecinos judíos contaron con la complicidad de la mayoría de sus convecinos. También a conocer el coraje de otros, que los protegieron pese al riesgo que ello suponía. Lo que preocupaba a Primo Levi, Jorge Semprún y otros supervivientes del nazismo no era que sus contemporáneos no llegaran a compartir su dolor sino que se resistieran a reconocer la verdad. El testigo postal de Andoain será un espejo para la temperatura cívica y la claridad mental de los vecinos de Joseba. También para quienes no lo somos.
MARTÍN ALONSO DOCTOR EN CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIOLOGÍA, EL CORREO – 01/03/15