Gregorio Morán-Vozpópuli
  • Hijo de un líder ugetista que se libró por los pelos de la pena de muerte, canjeada por larga prisión de la que cumplió seis años

Ha muerto a los 95 años, edad provecta para un hombre que los vivió intensamente. A Nicolás Redondo, algo más que una leyenda del sindicalismo español del siglo XX, se le despidió en el Cementerio Civil de Madrid, ese vademécum de la otra historia de España al que sería adecuado incluir en los planes de estudio para una visita obligada, si es que alguien estuviera interesado en la Memoria Histórica y no en la Memoria Instrumental. Le acompañaron en la despedida un puñado de los suyos; amigos veteranos y adversarios sin rencor. No muchos, porque se le tenía por desaparecido desde que entró el nuevo siglo y le dieron por cancelado. La música que se le ofreció no era de ninguna banda uniformada a la antigua usanza obrera, ni la Internacional, ni la Varsoviana. Signo de los tiempos, le despidieron con el Bolero de Ravel. Que cada cual lo interprete a su manera.

Había sido protagonista de buena parte de las derrotas y de los éxitos del socialismo en España. Hijo de un líder ugetista que se libró por los pelos de la pena de muerte, canjeada por larga prisión de la que cumplió seis años. Niño de la guerra y la posguerra acogido por una familia socialista francesa que le sirvió para aprender francés. Obrero en la Naval de Sestao, militante activo desde 1945 en el PSOE y en el sindicato. Encarcelado en 14 ocasiones. Así se fraguó un líder en un partido donde los militantes había que contarlos con los dedos de la mano. El siempre viejo Ramón Rubial, el abogado alavés Antonio Amat, el escritor Martín Santos…y eso en el País Vasco, que afuera apenas ni eso.

Había sido protagonista de buena parte de las derrotas y de los éxitos del socialismo en España. Hijo de un líder ugetista que se libró por los pelos de la pena de muerte, canjeada por larga prisión de la que cumplió seis años

La figura de Nicolás Redondo emerge para los historiadores de lo obvio en 1974, con el Congreso de Suresnes. Le ofrecen la secretaría general del partido y en un rasgo de lucidez insólito en la política española, reconoce que lo suyo no es dirigir el PSOE, que ni tiene dotes ni está preparado, que lo puede hacer ese chico de Sevilla que tanto le adula y que tiene un pico de oro y es además abogado. Felipe González, con la imprescindible ayuda de Alfonso Guerra, se hace con las siglas arrebatándoselas al anciano Rodolfo Llopis, un funcionario de la II República, masón y mediocre, inspector de Segunda Enseñanza. El grupo de Sevilla se apodera de una marca que solo conserva prendas de anticuario. No necesitan más, con eso y la ayuda de alemanes, franceses e italianos, se convertirán en alternativa. Tampoco hay mucho donde escoger, el franquismo ha conseguido durante 35 años que todo se achique o se marchite.

La victoria arrolladora de octubre de 1982 abría la alternativa de un largo período socialdemócrata, como ocurrió en Suecia o Alemania, pero para eso se necesitaba una alianza imprescindible entre el partido y el sindicato. Como veterano sindicalista Nicolás Redondo lo detectó desde el primer momento. Conocía el paño. Felipe González era “un líder para andar por casa”; nada que ver con Olof Palme o Willy Brandt. El empresariado necesitó más tiempo, no mucho. Les asustó Miguel Boyer y su intervención de Rumasa, hasta que descubrieron la truca. El modo de adjudicar lo intervenido les hizo sonreír; el método les sonaba. Todo entre amigos que siempre acaban siendo socios, o al revés.

La victoria arrolladora de octubre de 1982 abría la alternativa de un largo período socialdemócrata, como ocurrió en Suecia o Alemania, pero para eso se necesitaba una alianza imprescindible entre el partido y el sindicato

González dejaba hacer al tándem Boyer-Solchaga y despreciaba, a la manera que él sabía hacerlo, a los sindicalistas no sumisos a su embrujo. El PSOE era él y le irritó que no ocurriera lo mismo en la UGT. Les fue abriendo brechas en el sindicato. Compró, esa es la palabra, a Corcuera con una buena oferta -ministro- y lo mismo hizo con Matilde Fernández, sin contar con los cuadros sindicales convertidos en voceros de la modernidad frente a los antiguos. El sueño eterno socialdemócrata, a falta de sindicato que lo respaldara, se evidencio en una gangrena letal cuyo punto de inflexión cabe situar en los presupuestos de 1988. En opinión de Nicolás Redondo “una broma de los hermanos Marx, pero sin gracia”.

Ahí está la chispa que provocará algo insólito, la Huelga General del 14 de diciembre de 1988. A un gobierno socialista le monta un paro total de protesta su propio sindicato. Desde este momento los papeles se quedarán fijos. El presidente González repetirá la argucia de De Gaulle en Argelia –“he entendido el mensaje”- y, como el General, hará todo lo contrario. Seguirá ganando elecciones porque el miedo al cambio estaba enraizado en el ADN de una generación que había asumido que lo más peligroso para el rebaño es tratar de salirse de él y buscar alternativas. La guerra contra Nicolás y el antiguo sindicato fraterno fue bíblica y encanallada.

El astuto jugador de billar que es Felipe González instituyó que lo importante era meter las bolas en los agujeros sin preguntarse con quién hacía las carambolas y dónde entraban. Ni sueños socialdemócratas ni hostias, modernos contra antiguos. El signo característico de la modernidad siempre ha sido el mismo, ganar más dinero que antes. “España es el país del mundo donde uno se puede hacer rico en menos tiempo”, dictaminó Solchaga en forma de mantra gubernamental. La corrupción se institucionalizó. Con un deje de sorna, el presidente de la CEOE, a la sazón José María Cuevas, confesó a los financieros de Hong Kong que el gobierno socialista estaba haciendo una política más beneficiosa para ellos que la de Margaret Thatcher.

Ni sueños socialdemócratas ni hostias, modernos contra antiguos. El signo característico de la modernidad siempre ha sido el mismo, ganar más dinero que antes

Nicolás Redondo no dejó memorias escritas. Carlos Solchaga, como Felipe González ya van por las segundas o terceras, porque es sabido que la historia la escriben los vencedores, aunque sea de victorias pírricas que luego dejan un poso de vergüenza ajena. Ganan siempre los modernos porque no hay palabra actualizada que reivindique la coherencia, la dignidad y la defensa de lo obvio. Nos queda más del espíritu del jugador de billar que del hombre que murió en la misma casa de Portugalete donde vivió gran parte de su vida. De seguro que no se le ocurrió comprar un chalet con piscina porque tenía niños pequeños, ni se referiría a las reivindicaciones obreras a la manera de Yolanda Díaz, “la defensa de las personas trabajadoras”. Puestos a barnizar la realidad con trágalas lingüísticos habría que precisar que el señor Amancio Ortega es una persona tan trabajadora como el que más. Lo único que le diferencia -dicho en la jerga inclusiva- es su “responsabilidad social corporativa”, o con simplificada expresión arcaica, cómo repartir los beneficios. Un detalle banal si se trata de conquistar los cielos.