Antonio Casado-El Confidencial

  • Ningún rey o jefe de Estado tuvo ni tendrá el carisma de Isabel II para reunir al poder universal en torno a un féretro de roble

Hoy se para el tiempo en la abadía de Westminster, donde transcurre el funeral de Estado por Isabel II. Todos los países del mundo están invitados (algunos, solo en el ámbito de embajador), en un formidable alarde del poder británico. «Poder blando», al decir de los analistas, porque no se asienta en la fuerza sino en la imagen de la Corona. Un intangible. El activo principal del Reino Unido hasta este momento. Ahora entramos en un tiempo nuevo. Y el punto de inflexión es la desaparición de su reina. 

Nunca vimos y nunca veremos algo parecido. Ningún rey o jefe de Estado tuvo ni tendrá el carisma de la reina nonagenaria para reunir una cumbre del poder universal en torno a un féretro de roble inglés forrado de plomo. Asistimos por última vez a un evento global marcado por los formidables retos diplomáticos, de seguridad y de logística impuestos por el heterogéneo desembarco de los grandes y pequeños mandatarios de la Tierra. El duelo alternó con la política internacional durante los contactos de ayer tarde en la recepción ofrecida por Carlos III y la reina consorte en el palacio de Buckingham.

La presencia de 2.000 invitados en esa recepción oficial sugiere que no hay solución de continuidad entre los funerales por Isabel II en el grandioso vestíbulo de Westminster Hall y la Asamblea General de la ONU, que esta semana comienza en su emblemático edificio de Nueva York. Esa es la medida de los 10 días del duelo por la muerte de una reina cuyo poder de convocatoria no tiene parangón. 

De ahí que la tentación de comparar los funerales de la madre con la venidera coronación del hijo, en cuanto a poder movilizador de élites y masas al mismo tiempo, se ha convertido ya en uno de los hándicaps añadidos al incipiente reinado de Carlos III. Poca cosa si lo comparamos con el día después de los fotogénicos actos del relevo en la monarquía británica. Porque después del ceremonial viene el vértigo ante las nubes negras que aparecen en el horizonte político y social de un Reino Unido abocado a un cambio de era: crisis económica, unidad del Estado, el futuro de la Commonwealth y la modernización de la monarquía, básicamente. 

La clave española viene señalada por la controvertida presencia del emérito, don Juan Carlos de Borbón, invitado a título personal y, por tanto, sin formar parte de la representación oficial del Reino de España, como se ha hartado de explicar a los periodistas españoles el titular de Exteriores, José Manuel Albares, en su condición de ministro de jornada.

Lógico, si tenemos en cuenta que siguen vigentes las razones que aconsejaron el alejamiento físico de don Juan Carlos. Entre otras, privarle de sus funciones institucionales, rogarle que evite la exposición pública y excluirle de los presupuestos de la Casa del Rey como perceptor de una asignación económica. Todo eso ha vuelto a polarizar el debate sobre la figura estigmatizada del anterior jefe del Estado (amores prohibidos, defraudador fiscal, amistades peligrosas, presunto comisionista…). 

Pero es metafísicamente imposible ignorar la vinculación existencial de Juan Carlos con el Estado, la Corona y la familia real. Las ausencias aparcan esa vinculación. Las presencias la actualizan, y eso puede ocurrir con una indeseable e indeseada foto del emérito junto a su hijo, que ayer ya coincidieron en la recepción en Buckingham.

 

Y en cuanto al coste del viaje, que ya ha provocado varias preguntas parlamentarias, es lógica la curiosidad por saber quién, cómo y por qué paga el desplazamiento de don Juan Carlos a Londres y su estancia en el Reino Unido, sabiendo como se sabe que fue decisión del hijo retirar la asignación oficial del padre.