El tiempo sin tiempo

IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La visita a los cementerios es un rito de autoconsuelo ante la perturbadora certeza de la soledad y del silencio

Cada uno de noviembre te abres paso de buena mañana entre muchachos disfrazados de zombies con resaca y enfilas el breve camino que conduce por tierras resecas, agostadas, hasta el corazón de la memoria de tu infancia. Esta vez no abrirás, como en Semana Santa, el viejo portón al paso de las imágenes sagradas por delante de tu casa; un vistazo desde la calle a los balcones cerrados te basta para sentir en los costados del alma el pinchazo de la nostalgia. El final del trayecto es el camposanto recién encalado lleno de gente, de flores, de recuerdos. Las moscas y el calor de un otoño invisible te transportan por contraste a los días friolentos en que tu madre escogía esta fecha para encender el primer brasero y sacar del armario, entre vaharadas de naftalina, la ropa de invierno. Entonces la muerte no era siquiera el lejano horizonte de una certeza; apenas comprendías el sentido de los ramos que tus padres compraban la víspera de la fiesta. Tu familia estaba intacta, incólume, completa, y la niñez era una inocente sucesión de estudios y de juegos donde no cabía el concepto de la ausencia.

En una conversación con Elie Wiesel, el agnóstico Mitterrand le dijo al escritor judío que su oración consistía en evocar cada noche a sus compañeros desaparecidos. Lo piensas cada vez que recorres senderos de tumbas en cuyas lápidas reconoces apellidos que formaron parte de tu aprendizaje, de tu paisaje vital, de tu círculo de amigos. Cuando bajas la frágil escalera del panteón donde casi no quedan nichos vacíos y rezas con tus hermanos vivos un Padrenuestro ante la leve llama de unos cirios. Cuando golpeas con los nudillos, imitando el toque de llamador del hogar paterno, el mármol tras el que reposan tus seres más queridos. Cuando deseas con todas fuerzas que ese sonido llegue al otro lado. Cuando levantas la vista hacia el hueco de luz allá en lo alto y echas en falta el ciprés talado bajo el que una tarde de marzo lloraste la desolación de la primera gran pérdida, el primer descalabro, la primera sacudida existencial del desamparo.

Sabes que son ritos de consuelo, pequeños paliativos de la soledad y del silencio que como en los versos de Bécquer vas a volver a dejar allí dentro, al recibir de nuevo la caricia del sol y saludar a los paisanos del pueblo que hormiguean por las veredas del cementerio. Luego enfilarás la carretera de regreso, entre cortijos rodeados de barbechos negruzcos y amarillentos y, allá a lo lejos, alguna arboleda que señala el cauce de un riachuelo. Es en ese momento cuando como todos los años recuerdas el trámite siempre aplazado, por desidia o por superstición o por miedo, de buscar un rincón para dormir tu propio sueño eterno, la aplastante, perturbadora certitud del tiempo sin tiempo. Te has visto sonreír en el retrovisor al hacerte a ti mismo una broma de humor negro: literalmente no tienes dónde caerte muerto.