- Ahora que vuelven las manifestaciones y mareas verdes, hablemos de la «escuela de todos y todas»
El 25 de septiembre se ha convocado otra manifestación en Madrid «en defensa de la enseñanza pública», lema de la llamada «Marea verde» que cíclicamente advierte sobre los problemas del sector, aparentemente gravísimos, aunque no lo suficiente como para aplazar el largo asueto estival y aprovechar la tregua eterna para poner el dedo en la llaga.
Durante dos meses y medio todos esos males desaparecen o se aplazan, a pesar de que la lógica permite concluir que no era mal momento para dedicar una parte del tiempo a organizar y difundir las recetas que, con el curso terminado y las aulas vacías, podrían pergeñarse sin las prisas cotidianas.
Pero el agotamiento de los profesionales del sector, y en especial de sus líderes sindicales, impide sacrificar una pizca del merecido descanso a señalar todo aquello que, ya frisando octubre, vuelve a ser inaplazable y urgente: «Lo que demandamos es acabar con la segregación, bajar las horas lectivas y la ratio. Hay que acabar con esta precariedad», resume uno de los líderes de la plataforma.
La OCDE, que al parecer no se toma vacaciones porque nadie las necesita tanto como el profesorado ni aunque trabaje en una mina o se meta a diario la típica media jornada de doce horas del autónomo; acaba de publicar el informe Education at a glance que, para ser una simple mirada al sector, analiza profundamente los datos de los 38 miembros de la organización, todos ellos considerados «países avanzados», incluida España.
Solo con las cifras no se puede analizar nunca un fenómeno, pero sin ellas no se debe ni iniciar un pequeño debate al respecto, pues estará lastrado inevitablemente por el prejuicio, la creencia o el interés, los tres ingredientes habituales del sectarismo más cateto.
Pues bien, las conclusiones a grandes rasgos pueden dividirse en dos ámbitos. Para España, horribles: somos, junto a Grecia e Italia, el país civilizado con más «ninis», con un 17,8 % de chavales que ni estudian ni trabajan. El abandono escolar casi duplica la media, con un 26 % de alumnos que no termina el bachillerato ni una FP de grado medio. Y en cuanto al fracaso, los números no son mucho mejores, duplicamos o hasta triplicamos, según la etapa, la tasa de repetidores de nuestros homólogos, a los que solo ganamos en algo: no hay nadie que escolarice tan pronto a los niños como nosotros, con un 30 % de menores de dos años apuntados a la guardería frente a un 18 % del resto; un porcentaje que crece y llega al 64 %, frente al 42 % medio, a partir de esa edad, pese a que nuestra tasa de paro es de hasta el doble y parece más sencillo aquí tenerlos en casa.
El otro ámbito estudiado es el de la clase docente y sus cifras parecen estar en las antípodas del desastre descrito hasta ahora: en Primaria se trabaja 176 días por curso frente a 183 de los asociados a la OCDE y, si es en horas lectivas, en Secundaria se imparten 656 horas de enseñanza obligatoria, un 7 % menos de las 705 resultantes de la media.
En cuanto a los salarios, tampoco parece sencillo hablar de precariedad, y aunque sin duda existirán casos ajenos a las tablas oficiales por distintas razones, la realidad contable es esta: los salarios en Primaria van desde los 51.280 a los 73.536 euros brutos, mientras que en Europa ese segmento oscila entre los 40.810 y 67.285. Y en la ESO, la horquilla española va de los 57.427 a los 82.111 euros, superior por abajo y por arriba a una media de 42.327 y 69.994 en la Unión.
Las cifras no reflejan las nóminas reales, parece deducirse de la letra pequeña del estudio, sino que establecen una hipótesis relacionando la remuneración con el precio de la vida del país, para establecer una comparativa, discutible pero sugerente, sobre el poder adquisitivo real de los docentes en cada entorno.
Además, la supuesta masificación de las aulas, que existió en aquel pasado remoto en el que la gente tenía hijos y hasta podía alimentarlos, tampoco es fácil de sostener: doce alumnos por maestro en Primaria, once en la primera etapa de la ESO y diez en los últimos años de la ESO y el Bachillerato son menos que los entre trece y catorce del resto de países analizados.
La ratio probablemente sea tan baja aunque no se note luego en las clases porque se establece dividiendo el número absoluto de alumnos entre la plantilla total de profesores, estén o no disponibles: hace dos años, la ministra Pilar Alegría cifró en 17.000 las bajas de docentes al inicio de un curso que, pese al hundimiento de la natalidad en España, vio crecer su plantilla hasta los 810.863 efectivos, un 10.9 % más que en la década precedente, cuando venían al mundo 100.000 niños más.
El estudio no habla de la jornada, aunque España destaca en otros análisis e informaciones serias por haber apostado por el horario intensivo en hasta un 80 % de las escuelas públicas, algo que permite a los profesionales educativos volver a casa a comer, una grata concesión de cuestionable compatibilidad con la capacidad de atención de niños y adolescentes, que se suma a un calendario de vacaciones y festivos sin parangón.
Un porcentaje que se da la vuelta en el caso de la educación concertada, donde el 77 % imparte clases en jornada partida, a pesar de que la financiación que recibe por alumno es menos de la mitad de lo que cuesta en la pública: imaginen qué pasaría si todos esos chavales se cambiaran, obligados por ese tipo de política que sostiene que se está devaluando «lo público» con privatizaciones que, en realidad, ahorran al Estado el 50 % de lo que le costaría asumirlo todo.
Estos son los datos. Tenemos la peor educación de Europa, o al menos estamos en la cola, pero el mejor ecosistema en todos los epígrafes laborales medibles. Y ya que cada uno saque sus conclusiones, a ser posible desechando el ruido atmosférico que, casualmente, vuelve al comienzo del curso para pedir más «derechos» en nombre de una clientela que no mejora con ello, que todo es poco, aunque nada funcione.