El asunto de la venta de armas a Arabia Saudí ha constituido la crisis de descoordinación más grave de los primeros 100 días del Gobierno Sánchez. Ha sido algo más que un fiasco. Me perdonarán ustedes que emplee la manida imagen del tiro por la culata, pero la tentación es irresistible cuando la metáfora refleja a la perfección el asunto y lo hace en los términos armamentísticos que merece.
Si la intención inicial del Ejecutivo era mejorar los estándares de respeto a los derechos humanos y el derecho internacional en su política exterior, incluso si de paso se buscaba apuntarse un tanto de imagen, el efecto no ha podido ser más contraproducente. Habría sido mejor no iniciar la polémica y dejar las cosas como estaban.
El Gobierno ha tenido que recular y los ciudadanos hemos recibido un mensaje letal: que por un lado están las buenas intenciones y por otro la realidad que impone sus límites. Las primeras, las buenas intenciones, son válidas cuando se está en la oposición y no se tienen responsabilidades. Las segundas, las exigencias de la realidad, se reconocen cuando uno llega al poder y afronta sus complejidades.
Incluso el alcalde de Cádiz, de Podemos, ha tenido que mostrarse realista: «si no los hacemos nosotros, los harán otros». Quienes están agotados por la insufrible sobredosis de moralina de los representantes de Podemos, desde la calle o desde la oposición, se regocijan por estas declaraciones que nos los traen al mundo de los adultos. Pero yo lo lamento, puesto que este cambio de discurso confirmaría la idea que denuncio: que ante este tipo de situaciones hay que tomar una opción entre dos extremos contrarios, entre el ‘buenismo’ inútil y el cinismo práctico. Así planteadas las cosas todos deberemos terminar aceptando tarde o temprano que la realidad se impone.
A mi juicio, ante este dilema el Gobierno debería optar por los principios como objetivo, pero no por una aplicación de los mismos que ignore el contexto y las consecuencias de las decisiones, no una aplicación ingenua donde todo es inmediato y unívoco. Hace ya más de 100 años que Max Weber habló sobre la responsabilidad y la ética en la política. Releerlo nos ahorraría tiempo.
Aplicar los mejores estándares internacionales en materia de armas y derechos humanos no supone renunciar a la industria militar. Las armas son necesarias en el orden internacional y hay que construirlas. Pero su comercio debe ser controlado de modo muy estricto, de acuerdo a los tratados internacionales y las recomendaciones de la ONU.
España está obligada a no facilitar armas a un país si van a ser empleadas para cometer genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra u otro tipo de crímenes internacionales. No estoy recitando un mero principio moral: desde la aprobación del Tratado sobre el Comercio de Armas y su ratificación por España, junto a otros 83 países, estamos ante una obligación internacional que nos vincula.
España debe respetar sus compromisos internacionales por medio de plazos y objetivos realistas. No es malo que España tenga industria militar (no sólo por los puestos de trabajo). Y esta industria necesita de apoyo del gobierno, como la que vende trenes, parques eólicos o servicios de telecomunicaciones. El apoyo debe ser amplio pero bien orientado, en ocasiones tener sus límites, sin llevar al sacrificio de las posiciones políticas fundamentales del Estado.
Si una industria no puede vender en un mercado razonablemente abierto y legal, con competencia más o menos trasparente, como normalmente hacen quienes venden trenes, parques eólicos o servicios telefónicos, el problema es grave, pero no podemos resolverlo a costa de incumplir sistemáticamente el derecho internacional. Si nos plantearan como extremo el dilema de que el futuro industrial de una provincia dependiera de modo excesivo de unos pedidos en el borde del derecho internacional, significaría que ese sistema industrial estaría desequilibrado y algo habría que hacer a medio plazo por corregirlo. Centrarse únicamente en conseguir contratos en los límites de lo aceptable podría ser excepcionalmente necesario para salvar una emergencia puntual, pero convertido en práctica no ayudaría a corregir el problema de fondo, sino que lo agravaría.
No me gusta el simplismo de plantear que estamos en una lucha inevitable entre dos absolutos, entre el «buenismo» iluso e ingenuo, por un lado, y el realismo cínico y responsable, por el otro. Que tenemos que optar por paz o empleo. Quiero salir de ese esquema y proponer un enfoque basado en un equilibro maduro de principios serios, incluidos los más altos estándares internacionales en materia de derechos humanos como objetivo, pero aplicados con realismo, con prudencia, con mano izquierda, con diplomacia, conociendo la complejidad de los distintos intereses y orgullos nacionales, y con la mirada en el medio y largo plazo. No sé si eso pasa por revisar o no los contratos ya existentes, pero desde luego exige planificar las políticas industriales y las prioridades de la acción exterior con plazos superiores a los del titular de mañana e incluso superiores a los de una legislatura.
El Gobierno ha hecho un flaco favor a la causa de los derechos humanos metiéndonos en una polémica mal planteada. Sus efectos han sido contraproducentes. Aún así prefiero un Ejecutivo que no sabe resolver estos complejos dilemas y que tropieza por el camino, lo prefiero, digo, a otro, el anterior, que no se los planteaba.