Andrés Montero-El Correo
Expresidente de la Sociedad Española de Psicología de la Violencia
- Algo que no se nos ocurre pensar es que Sánchez haya calculado que la medida de gracia no va a prosperar, que nunca la planteó para que fuese a salir
Quizá por indecente, tal vez por surrealista, algo que no se nos ocurre pensar respecto de la amnistía al independentismo catalanista de 2017 es que Pedro Sánchez la tenga descartada desde el principio. Que no crea en ella, que haya calculado que no va a prosperar, que en una parte u otra del proceloso camino legal se truncará. Que no la desea, que nunca la planteó para que fuera a salir, sino para que fracasara.
Sánchez encarna, como ningún otro dirigente en la democracia española, el arquetipo de político puro, siempre que se entienda la política en su acepción más moderna y pragmática o posibilista que en su concepción más clásica, hoy arrumbada allá donde quedaron los idealistas, aquellos que una vez creyeron en la política como ordenación y gestión de lo público y en la democracia como expresión de la soberanía que reside en el pueblo. Al margen de utopías, transcurridas las quimeras emancipadoras del siglo XX, la política es en nuestros tiempos el arte de conquistar y administrar el poder, en toda su crudeza; el cabildeo de los medios, recursos y narrativas para imponer la voluntad de quien lo ostenta.
Y en esas, en la política del poder como instrumento en sí mismo, Sánchez ha demostrado siempre ser decidido, hábil y audaz, instintivo, mucho más estratégico que táctico. Pueden gustar más o menos el personaje y las vicisitudes en las que nos embarra su juego, pero tales aptitudes le son innegables para cualquiera que observe limpiamente su trayectoria, sin acritudes ni adulaciones. Olvídense de la democracia como ideal y contemplen al personaje desde la democracia real, aquella de no importa qué tipo de forma geométrica sea necesario articular para aplicar la propia voluntad con los apoyos que la aritmética parlamentaria requiera, esta última una mera formalidad superviviente de eso con lo que en la transición a la democracia soñaban los españoles. Nos hemos acostumbrado a la violencia estructural que representa estar sometidos a poderes políticos e instituciones, porque es el mal menor que nos separa de la barbarie de las oligarquías, dictaduras e iliberalismos.
A Sánchez se le atribuye haber cambiado su opinión, oscilando entre extremos opuestos, en multitud de cuestiones de calado mayor, esas que podrían denominarse enfáticamente ‘asuntos de Estado’. La amnistía es una de ellas. En la negociación de la investidura de Pedro Sánchez y en sus postrimerías son los propios portavoces de los partidos catalanistas quienes no se han cansado de advertir a Pedro Sánchez de que vigilarán al milímetro el cumplimiento de los acuerdos que se alcancen en cada tramo de la legislatura, porque desconfían de las palabras, de las palabras de Pedro Sánchez. No es esta suspicacia independentista una cuestión moral, sino una sistemática práctica al servicio de garantizar que una cuota de poder, la independentista, se materializa a costa de la otra cuota de poder, la socialista.
En el horizonte de esta partida de ajedrez Sánchez tiene planificado un final, que no coincide con el de Puigdemont. A veces es sorprendente cómo es posible que su propio partido, el PSOE, no haya terminado de leer bien a su secretario general. No es tan enigmático. Un bien nutrido grupo de dirigentes históricos del socialismo se han enfrentado a Pedro Sánchez por la amnistía. Podría ser que formen parte de la pantomima, pero lo más seguro es que no estén en el secreto de las intenciones de Sánchez. En cualquier caso, quizás la partida del ‘Perro Sanxe’, que sabe más por ‘Sanxe’ que por ‘perro’, sea una hoja de ruta similar a esta: 1) lograr la investidura con un mínimo acuerdo de amnistía, conseguido; 2) alargar el afinamiento de la propuesta y su aprobación parlamentaria varios meses hasta acercarse a mediados de 2024, conseguido; 3) sancionar la amnistía en el BOE a mediados de 2024, está por ver; 4) con el triunfo, negociar y aprobar los Presupuestos para 2025, está por ver; 5) dejar en 2026 al Puigdemont amnistiado a su suerte, ante la posibilidad de que los recursos prejudiciales ante el Tribunal de Justicia de la UE o, incluso, la acción judicial a partir del Código Penal español, trunquen la amnistía y enfanguen al catalanismo en causas judiciales y penas de cárcel; 6) sin apoyos parlamentarios, prorrogar Presupuestos para 2026; y 7) plantarse en 2027 sin Presupuestos y tener que convocar elecciones en febrero, justo casi el cuarto año del mandato Sánchez.
Ahora que sobrevienen las elecciones catalanas, Puigdemont incluso adelantará su anunciado regreso a España antes del verano. No será, como asegura, para asistir al debate de investidura, sino para comprobar si algún proceso judicial implica su arresto antes de negociar los Presupuestos de 2025. Tal vez se tendría que replantear no regresar a España hasta que el TJUE resuelva todos los recursos, quizás en 2026. Acéptelo, Puigdemont, a pesar de lo que parece, y lo parece mucho, Sánchez ya le ha ganado la partida.