Cristian Campos-El Español
Con la tauromaquia no acabarán los animalistas, sino esos intelectuales que han vomitado sobre la fiesta ditirambos repipis como un repollo con lazos y una mística de cesta de la compra yolandista que empapuza hasta el hartazgo la figura de los toros y de los toreros, unos tipos bastante más inteligentes y con menos complejos de siete machos que sus glosadores. Supongo que una parte del sueldo del torero se destina a cubrir los gastos en paciencia que supone aguantar a tipos que se pasan el día traduciendo al intelectualés frases como el «cá uno es cá uno» de Rafael Guerra ‘Guerrita’.
Nada le ha hecho más daño a la fiesta de los toros que esa llegada del intelectual de salón a las plazas para convertir una fiesta popular y transversal en su versión particular de Bienvenido Mr. Chance. Si yo fuera torero me tocaría los cojones sobremanera esa manía de interpretar como genialidades las frases más banales que salen de mi boca, uno de esos desprecios por aprecio a los que tan aficionados son quienes se muestran incapaces de perdonarle la vida al toro porque andan ocupados perdonándosela al torero. «Es un cateto, pero mira qué genialidad ha dicho, sin él saberlo. Y qué cojones le echa en la plaza». Para eso están ellos, para identificar las margaritas en el barro.
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Aun así, quien como yo no entiende la fiesta de los toros y siente un rechazo instintivo por el sufrimiento innecesario de un animal, pero tampoco prohibiría la fiesta por razones que no vienen al caso en esta columna, comprende también de forma instintiva la diferencia entre el Toro de la Vega y la tauromaquia.
Y la decisión de convertir el ritual habitual en Tordesillas en una caza a un toro al que se le clavan hasta siete punzones de ocho centímetros y en la que la participación se limita a 50 bravos mozos, 50, demuestra que el motor de esa fiesta nunca fue la tradición o el «arte» (seamos generosos con la palabra) sino el sadismo.
Ahora, sadismo con numerus clausus y suministración de tormento en dosis estrictamente reguladas por la administración incompetente.
Porque si el motor fuera el apego a la tradición, ningún toroveguista habría aceptado jamás una rebaja de su folclore. Pero como la tradición importa una higa, y aquí de lo que se trata es de perseguir al animal y alancearlo a placer, se sigue manteniendo el festejo con la excusa de que el toro sobrevive a su tortura. «No lo mataremos, pero dejadnos acuchillarlo un poco» es el «la puntita nada más» de los adolescentes.
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«Seamos bárbaros, pero con moderación, que el signo de los tiempos está finolis». El puto compromiso, el Shangri-La del equidistante que entre la muerte y la vida escoge la enfermedad. «Bueno, venga, no lo matéis, torturadlo sólo un poco».
Y de la misma manera que con los toros acabarán los intelectuales (los intelectuales son el canario en la mina de las cosas muertas o en trance de morir), con el conservacionismo, que es el verdadero ecologismo, acabarán los animalistas. Esos que sienten por los animales la empatía que no sienten por los humanos que no piensan y se comportan como bestias. Es decir, que no piensan y se comportan como ellos.
El Toro de la Vega no es tauromaquia, sino sadismo. Y que sus detractores sean igual de bárbaros que sus defensores no lo convierte en algo digno de defensa.