Para el pensamiento libertario-arcaizante ahora en boga, toda prohibición es detestable, tanto en los toros como en el tabaco como en el burka: libertad sin más y caiga quien caiga. En realidad, esto sólo prueba que el mundo es redondo: sales por la izquierda y el inconformismo para acabar regresando por la derecha más pura.
En el reciente y acalorado debate sobre la supresión de las corridas se han cruzado dos cosas: la posición política a adoptar sobre el sufrimiento de los animales en la lidia y el supuesto fariseísmo de los nacionalistas catalanes, quienes habrían cargado contra los toros por tratarse de la seña de identidad más arraigada del españolismo.
Vaya por delante que personalmente, y por adhesión al principio de no-violencia, soy partidario de la prohibición de las corridas de toros. Eso no impide, sin embargo, que si hasta ahora la segunda cuestión, la instrumentalización desde el catalanismo, me parecía importante pero no central, rectificaría mi valoración si el Parlament de Catalunya acude al mismo criterio de tantos defensores de la corrida para justificar por ‘la tradición’ la supervivencia del brutal maltrato de que son objeto los toros al serles aplicadas llamas en los cuernos durante los llamados ‘correbous’. Con muerte o sin ella, resulta inadmisible el ensañamiento en los animales para satisfacción de quienes injustificadamente se autocalifican de humanos.
El leitmotiv de los partidarios de la prohibición ha sido la condena de la orgía de sufrimiento en que consiste la lidia para el toro bravo. No se trata de una opinión, sino de la consecuencia a extraer del conocimiento científico. A los más excelsos y prepotentes defensores de esa manifestación ‘cultural’ es posible, pues, replicarles que por mucha felicidad de que disfruten los toros en las dehesas, la tortura y la muerte de un ser vivo es un ritual macabro, inhumano, como podían ser las espectaculares ceremonias de que eran víctimas los hombres desde la acción punitiva del poder en las sociedades preindustriales. Ciertamente, la dimensión estética está ahí, desde el sacrificio del toro en el sepulcro de Hagia Triada en la cultura minoica, asociada a los juegos taurinos de Knossos. También está, por desgracia, la exhibición de la ferocidad contra el animal en las sucesivas suertes. Eso puede ser llamado ‘cultura’, lo mismo que son cultura de otro orden la lapidación pública de las adúlteras, o las variantes de boxeo que desembocan en la degradación cerebral del púgil. El juicio moral ha de decidir cuál es la prioridad.
En todo caso, argumentan los taurinos, es una cuestión de libertad. Nunca la derecha española se ha llenado tanto la boca con la palabra ‘libertad’. Si quieres, vas a los toros, si no quieres, no vas. Lo mismo podría decirse en 1900: si quieres asistes a las ejecuciones públicas, si no, no asistes. Sólo que el problema no es la asistencia, cosa voluntaria, sino qué es aquello a lo que se asiste. La exigencia de la prohibición afecta a los espectadores, pero no surge de ellos, sujetos pasivos en esta relación, sino de la aludida consideración como inadmisible del trato inferido al animal. Lo mismo puede decirse de las peleas de perros o de gallos. La libertad ilimitada genera un escenario hobbesiano. La libertad ha de insertarse en un marco de límites y prohibiciones que la hacen posible: yo puedo cruzar tranquilo la calle porque existe un semáforo que impide en principio que sea atropellado. Del mismo modo que yo debería entrar tranquilo en un bar sin estar sometido al riesgo de cáncer como fumador pasivo que otra persona me inflige sin mi consentimiento; ya fumará en otro sitio. O que puede resultar aceptable el uso del hiyab por una creyente en el espacio público, pues su visibilidad está salvaguardada, pero no el del burka, ni siquiera ordenado por su religión, y que remite una servidumbre intolerable de la mujer y a un riesgo social. Toca al legislador el ejercicio del análisis y de la ponderación en la norma, y el resultado debe ser la libertad civil. Para el pensamiento libertario-arcaizante ahora en boga, toda prohibición es detestable, tanto en los toros como en el tabaco como en el burka: libertad sin más y caiga quien caiga. En realidad, esto sólo prueba que el mundo es redondo: sales por la izquierda y el inconformismo para acabar regresando por la derecha más pura.
Tal vez ese ingreso en la irracionalidad ha sido el rasgo más visible, y más preocupante, de la reacción de la derecha política frente al voto del Parlament. En algún caso, de manera críptica pero perfectamente legible. De acuerdo con la extraña trayectoria seguida por UPyD, después de oponerse frontalmente mediante una coartada a la ley del aborto, y de efectuar su diputada un encaje de bolillos, pasándose del tiempo en su intervención sobre el tabaco para acabar no diciendo nada, su página web ataca la prohibición de las corridas de forma tan sinuosa como inequívoca: publica un rotundo artículo en ese sentido del inspirador del partido, pero sobre todo a su lado acoge la goebbelsiana imagen de un diario populista donde las fotos de Montilla y Carod eran rotuladas con un «Triunfan los animales». Obviamente, el círculo de prensa que envuelve al PP ha sido más claro, con un mensaje muy duro y preocupante: la identificación sin reservas de España con la fiesta, de lo cual se deriva un ataque frontal al catalanismo, y en algunos casos a Cataluña.
Por lo demás, la cosa no es para tanto. El toro de Osborne no se va a quedar solo. No hay ninguna probabilidad de que las autonomías más taurinas sigan el ejemplo catalán. Los toros seguirán disfrutando de esa vida privilegiada que cantan poetas y filósofos hasta que el designio humano les haga cumplir su destino. (Aunque no estaría mal pensar en un cambio de reglas a la portuguesa).
Las plumas encendidas e incendiarias han dejado poco espacio para lo que debiera haber sido el fondo de la cuestión: ¿por qué no abordar un cambio de valores en nuestra sociedad para redefinir nuestra relación con los animales y el medio bajo el signo de la no-violencia? Entre otras cosas, para preservar a los humanos de ese baño maría que va calentándose hasta anunciar la destrucción. La tradición hindú, con el concepto de ‘ahimsa’ de budistas y jainas frente a la violencia y el sacrificio animal, tiene mucho que decir. Pero sobre todo importa pensar el presente.
Antonio Elorza, EL CORREO, 3/8/2010