EL CORREO 06/03/15
JOSÉ LUIS GÓMEZ LLANOS, SOCIÓLOGO Y ABOGADO
Qué tiene que ver Podemos con el totalitarismo?, se pregunta el catedrático emérito de la UPV Pedro Ibarra en su artículo del 16 de febrero en EL CORREO. En él pretende demostrar que ese epíteto no es de recibo con el partido de Pablo Iglesias. A mi modo de ver solo lo consigue en parte, ya que como buen ‘politista’ que es sitúa con la picardía sincera que le caracteriza el debate en un terreno donde le resulta más cómoda la demostración, dando cuenta por lo tanto únicamente de un aspecto ciertamente importante de la problemática. Pero no del más importante.
Extraño destino de todos modos el del concepto de totalitarismo por haberse convertido en tan poco tiempo en ineludible e inutilizable a la vez. Inevitable para la teoría política, que sigue demasiado ocupada por las definiciones tipológicas de las estructuras del Estado y del poder sin fijarse con el mismo esmero en las maneras efectivas de su ejercicio real. Y concepto inutilizable al mismo tiempo por su denotado uso de demonización y catalogación recurrente de situaciones sin parangón evidentes entre ellas.
Cierto es que a menudo se maneja indiscriminadamente ese concepto como se hace con el de populismo, caudillismo, antidemocrático y la lista podría alargarse. El de totalitarismo, sin embargo, aspira a ser el neologismo político por antonomasia más descalificador en una escala cuya claridad de lo que se pretende trasladar no es siempre lo que más destaca. La aceptación/asimilación del concepto de totalitarismo y la normalización de su utilización explicativa pone sobre la mesa el cuestionamiento a la narrativa de la izquierda respecto a su propia historia. Y ese es el quid de la cuestión.
No olvidemos que el término totalitarismo se abre camino para equiparar los orígenes del horror nazi con el comunista durante el periodo más cruel de nuestra dictadura patria (años 40/50), lejos de nosotros y de la mano de los trabajos de Hannah Arendt, Primo Levi, Claude Lefort, Raymond Aron entre otros, sin que esas inquietudes hicieran mucha mella en los pensadores de la izquierda española, centrados en guiar la lucha antifranquista. Entonces, la condena del totalitarismo comunista, ‘el fin de esa ilusión’ (François Furet), no despertó demasiados entusiasmos en España del lado de los partidos de la izquierda salvo honrosas excepciones. Fue como si el eslabón español que nos pudo mantener sintonizados con esa reflexión esencial cediese al no aguantar esa puesta al día antitotalitaria sin complacencias que llegaba desde Europa tras la Segunda Guerra Mundial.
Podemos ha podido engullir ese fallido ‘aggiornamento’ ideológico de la izquierda con un ardor de neófito, al calor de un panorama político nacional en ruinas, donde nadie es capaz de alzarse con una alternativa creíble ante la crisis tenaz de la representación política y el desacreditado y corrupto sistema bipartidista en el que se disuelve el país. El asalto al poder Podemos lo emprende cabalgando con un desparpajo conmovedor y marginalizando a una izquierda española atomizada y quebrada, ideológicamente desorientada, moralmente desarmada.
Hoy una ola de movimientos de inspiración totalitaria en distintos grados y signos recorre el mundo sembrando turbulencia y conmoción en el seno de las sociedades contemporáneas. Ese ‘deseo de revolución’ (Foucault), ese entusiasmo por poner patas arriba a la sociedad (en nombre de los de abajo), esa voluntad por salir del sistema que propugna sin complejos Podemos, y en eso todas las ideologías extremas convergen, es donde se encuba hoy la transgresión totalitaria de mañana.
Los ‘lendemains qui chantent’, que tantas esperanzas concitaron en militantes sinceros culminaron, que no se nos olvide nunca, con la profanación de las libertades en campo abierto de la mano de peores episodios del horror a lo largo del siglo XX
Hoy cuando se aborda la defensa de la democracia participativa, es de temer que en Podemos se esté haciendo no en tanto que procedimiento cabal, sino para culminar en un Estado social acabado (democracia popular, proletaria, o escenarios análogos), y que el artefacto pase a convertirse, de una operación supuestamente de mejora de la representación política, en el debilitamiento de la democracia a secas.
Queda por ver si alguna de esas medidas de empoderamiento social que preconiza Podemos son de aplicación, con artes distintas a las de la imposición forzosa. Las experiencias concretas analizadas en el informe Bacqué/Mechmache encargado por el Gobierno francés nos invitan a ser cautelosos respecto a las virtudes democráticas reales de esas experiencias participativas. Dicho de otro modo, un ‘powertment’ con raíces en la idiosincrasia social española está aún por ver la luz como experiencia significativa de la que podríamos inspirarnos. La democracia ‘desde abajo’ desplegada para la elección de su aparato directivo/organizativo, a la vez que se encorsetaba la libertad de expresión en su seno en nombre de la eficacia, no ha sido muy convincente tampoco, como manera distinta de hacer política. Sobre las explicaciones que propone el profesor Ibarra, para dilucidar si Podemos es totalitario, para lo que hay en juego, escudriñar únicamente entre los papeles fundacionales de este nuevo partido ya no basta. Como también se debería admitir que para ser un partido nuevo sus vicios, los de siempre, han aparecido a la vista y a escala en un tiempo récord.