ABC-IGNACIO CAMACHO

El sainete de los lazos demuestra que el nacionalismo ya no es tanto un proyecto político como un extravío cognitivo 

EL juego de Torra con los lacitos, ese sainete de ahora los pongo y ahora los quito y ahora los vuelvo a poner de otro color para parecer muy listo, sería simplemente ridículo si no mostrase serios síntomas de infantilismo. Y no ya tanto de ese estrambótico presidente que se cree el jefe de la tribu de Astérix como de los círculos separatistas que viven abstraídos en un alarmante ensimismamiento colectivo. Con todos los respetos hacia los seguidores del independentismo que aún conservan cierta claridad de juicio, solamente a personas con un severo déficit cognitivo se les puede ocurrir que burlan al Estado sustituyendo los símbolos prohibidos por florecitas, frutas y hasta un tractor amarillo. Dejando aparte la traición del subconsciente –Tractoria es el nombre peyorativo del universo físico y mental del soberanismo–, esta gente ha extraviado el sentido de la realidad para enredarse en un estrafalario sistema de signos con el que creen reconocerse entre ellos en las emociones compartidas de un desafío. Ahí ya no hay un problema político sino psicosocial, un trastorno intelectual, un delirio. En medio de esa desorientación provocada por la sobredosis de mitos se entretienen dibujando pictogramas como si hubiesen confundido su aspiración de rebeldía con un juego de niños. El procés se desliza del ámbito judicial al clínico.

Es un fenómeno preocupante en una sociedad de sólida tradición cultural y un desarrollo medioalto, pero en la que una parte significativa de ciudadanos habita en una burbuja de raciocinio enajenado. Aunque el bombardeo propagandístico haya hecho a conciencia su trabajo, conviene resaltar que el desvarío es esencialmente voluntario. Esos catalanes autoconvencidos de su designio iluminado disponen de recursos materiales y formativos suficientes para someter a crítica y contraste el discurso lunático de unos dirigentes que posan como visionarios cuando apenas si son una pléyade de arribistas parásitos. Y sin embargo, optan por el seguidismo ciego de sus consignas y simulacros para construirse un mundo de ficción a través del pensamiento delegado. La mojiganga de los lazos sonrojaría a cualquier espíritu medianamente instruido o cultivado pero el separatismo ha conseguido suplantar las ideas por estados de ánimo. Y es capaz de hacer creer a sus partidarios que pintar tractorcitos o cambiar el amarillo por el blanco representa un sutil gesto de ingenio con el que esquivar la imperatividad de un mandato.

Claro que todo este entretenimiento de patio de colegio es posible porque no hay un poder que ejerza de contrapeso. Porque ese orate supremacista que se disfraza de chaval travieso para juguetear a su antojo con pancartas y letreros es el tipo que puede decidir el próximo Gobierno. Porque, salvo la justicia, falta una autoridad con determinación y criterio que haga sonar el timbre para decretar el fin del recreo.