Ignacio Camacho-ABC
La exclusión lingüística en la escuela condena a muchos españoles a ser ciudadanos de segunda en su propia tierra
La inmersión lingüística no es un esfuerzo filológico. Es la piedra angular del proyecto nacionalista, el instrumento clave para la construcción de una identidad propia que sirva de base a la reclamación de la independencia. Es un designio político basado en la ingeniería social preconizada por Prat de la Riba: «Si a una persona le cambias la lengua, le cambias el alma». Es la base sociológica de la secesión, el explosivo pedagógico que estallará con la espoleta retardada de la progresión demográfica cuando desaparezcan las generaciones de inmigrantes procedentes del resto de España y aflore una mayoría separatista instruida en el adoctrinamiento y la propaganda. El colegio como madrassa y el idioma como tractor de un proceso que se volverá irreversible si el Estado no hace nada.
Y no sólo no lo ha hecho, permitiendo la transgresión continua de las sentencias que reconocen el derecho y el deber de la educación en castellano, sino que favorece que el nacionalismo continúe su indesmayable trabajo. Ése es el sentido de la enmienda a la «ley Celaá» que el Gobierno ha pactado con ERC como contrapartida al apoyo presupuestario. Si hoy se aprueba la derogación de su rango vehicular, el español quedará definitivamente desterrado de una enseñanza que lleva arrinconándolo más de treinta años. No sólo en Cataluña; esa exclusión de facto será aplicable, si así lo deciden las autoridades autonómicas, en territorios como Baleares, Navarra o el País Vasco. Y es el PSOE el que ha consentido ese salto cualitativo hacia la autodeterminación a plazos.
El PSOE, sí. El antiguo partido constitucionalista que Sánchez ha convertido en la carcasa de su caudillismo, el que apoyó de boquilla la aplicación del Artículo 155, entrega ahora a sus aliados sediciosos la llave del supremacismo lingüístico. El precio no son sólo los Presupuestos; al fondo de la negociación subyace la estrategia de un futuro tripartito en el que los socialistas catalanes aspiran a ser la bisagra de un nuevo procés en diferido. Y habrá más cesiones, tantas como el presidente necesite para consolidar su predominio. Aquel «no te preocupes» que le dijo a Junqueras en el hemiciclo adquiere paso a paso todo su sentido.
Pero éste no es un privilegio marginal. Afecta a la estructura del sistema porque levanta una barrera que condena a muchos españoles a ser ciudadanos de segunda en su propia tierra y los somete a un fenómeno de segregación a través de la lengua. Bajo el eufemismo de la «normalización» se esconde desde hace décadas un ataque a la sociedad abierta que los sucesivos Gobiernos de la nación han permitido por complicidad o por indolencia. Se trata de que hablar castellano en Cataluña signifique ser «de fuera», el término que señala todo aquello que la tribu desprecia. El progresista Sánchez puede apuntarse otra muesca: va a oficializar la xenofobia en la escuela.