FRANCISCO ROSELL -El Mundo
En el retrato de autor que aparece grabado en la edición príncipe de su Guzmán de Alfarache, ese gran pícaro del Siglo de Oro, el escritor sevillano Mateo Alemán fija, junto al emblema de la araña sobre el áspid, la leyenda «Ab insidiis non est prudentia» («No hay prudencia que resista el engaño»). Una inscripción que expresa su intransigencia contra el embuste «de quienes quieren que, como por fe, creamos lo que contra los ojos vemos», según pone en boca de su protagonista.
Tal fastidio hecho inscripción se agudiza cuando se evidencian falacias como las que cifran el coste del Cupo vasco para el próximo quinquenio, esto es, la cantidad que el País Vasco abona al Estado por los servicios que presta. Todo ello en aplicación del concierto económico, ese vestigio del Antiguo Régimen con el que Cánovas finiquitó en 1839 la primera guerra carlista y que se incorporó a la Constitución de 1978 buscando el acomodo del nacionalismo vasco. Tamaña regalía, que no honra precisamente los principios de igualdad, progresividad y solidaridad afincados en la Carta Magna, llevaba a decir a Pablo de Alzota, urdidor del segundo concierto económico en 1887, que toda mesura es poca. «El buen sentido –anotaba– aconseja que las situaciones privilegiadas se mantengan a fuerza de tacto, discreción, prudencia y firmeza, sin jugar con fuego ni exponerlas a azares ni aventuras».
Por medio de la recuperación constitucional de estos fueros bajo el marbete de derechos históricos, todos los impuestos son recaudados y gestionados por las administraciones vascas asignándose un Cupo al Estado. Sin tener porqué ser discriminatorio per se, el concierto desafina al incumplir ese explícito artículo 138.2 de la ley de leyes que ordena que las diferencias entre los Estatutos «no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales».
Empero, al quedar al albur de la negociación entre los gobiernos, los ciudadanos vascos doblan a los del resto de España en lo que hace a financiación per cápita, de tal modo que una comunidad rica recibe más de lo que da, menoscabando la solidaridad interregional. Por mor de la lucha antiterrorista y de ser bisagra clave en la elección de presidente del Gobierno, apellídense estos Suárez, González, Aznar, Zapatero o Rajoy, el fiel de la balanza siempre ha basculado a favor de los Ejecutivos vascos.
El atropello arranca de la época de Suárez como bien plasmó el consejero vasco, Emilio Guevara, en el resumen que le trasladó a Carlos Garaikoetxea de modo bien expresivo: «Lehendakari, con este cálculo, vamos a poder comprar las porras de los ertzainas en Loewe…». Un trágala que ha hecho que aquellos fueros pretéritos sean un auténtico desafuero del presente, merced al abuso de esa posición dominante de que goza el nacionalismo en el tablero político. Nadie se contiene cuando está en ventaja, refiere el refranero, pues se vuelven como pulpos, donde «no hay poro ni coyuntura en todo su cuerpo que no sean bocas y garras», y a fe que así ha sido cumplidamente.
Como se aprecia con el Cupo aprobado el jueves, cualquier contable que le meta el lápiz sabe lo artificioso de unas cuentas que son cuentos. Pero con las que, salvo Ciudadanos y los valencianos de Compromís, por motivos bien diferentes, todos transigen, aunque sea a regañadientes. Unos, para asegurarse la aquiescencia a los Presupuestos Generales del Estado (PP), una vez Aitor (Esteban) ya tiene el tractor que le prometiera Rajoy en una celebrada sesión parlamentaria; otros, porque gobiernan juntos en el País Vasco y vislumbran que precisarán los escaños de alquiler del PNV si quieren retornar a La Moncloa (PSOE), y los terceros porque se benefician de la nada despreciable pedrea (nacionalistas canarios) en un sorteo en el que el cuponazo está asignado antes de meter las bolas en el bombo. Complétase este terceto con los nacionalistas catalanes. Además de su consanguinidad ideológica y de su camaradería con el PNV, estos aspiran a un pacto bilateral, haciendo también rancho aparte (Cupo con barretina), que les equipare fiscalmente, después de haber despreciado en su día el Cupo y de modo sucesivo los presidentes Pujol y Mas.
Entre tanto, el resto de comunidades quedan relegadas al papel de convidadas de piedra, si bien, por disciplina de partido, ponen sordina a sus quejas para no poner patas arriba este statu quo. Aunque la prudencia aconseje que, cuando el daño no puede remediarse, se disimule, difícilmente han podido hacerlo algunos barones territoriales de PP y PSOE. Dado el calado del enjuague, Alberto Núñez Feijóo y Juan Vicente Herrera, por el PP; y Susana Díaz y Ximo Puig, por el PSOE, han debido alzar la voz para expresar su disconformidad. Maldita la gracia que les habrá hecho que, a las pocas horas de disponer de nuevo Cupo, lo primero que han resuelto los partidos vascos haya sido un recorte fiscal que beneficia a sus empresas con respecto al resto de las españolas. Singularmente, a las de las provincias vecinas.
Comulgando con las ruedas de molino de un nuevo Cupo que hace que una autonomía próspera se enriquezca aún más a costa de aquellas otras que no lo son, «la tiranía del statu quo», concepto acuñado por Milton Friedman, agrava una situación injusta, al tiempo que los refractarios al cambio del sistema de cálculo del Cupo tratan de ocultar su grave pecado criminalizando a Albert Rivera, el líder de Ciudadanos, por cuestionar ese statu quo.
Para ello, a sus portavoces no les importa adoptar un cinismo parangonable en descaro al de Madame de Sommery, el personaje de Stendhal. Sorprendida in fraganti por su marido cuando compartía el lecho nupcial con un amante, esta dama de alta alcurnia lo negó audazmente y, al no cejar en su bronca el toreado, le soltó con cínico descaro: «¡Ah, bien veo que ya no me amas y crees más lo que ves que lo que yo te digo!».
El Cupo vasco se ha arbitrado con criterios de pura fantasía, como subrayaba en EL MUNDO el mejor experto en balanzas fiscales de España, Ángel de la Fuente. Si en Alicia en el País de las Maravillas, la colérica Reina de Corazones exige que el jurado dicte sentencia antes de deliberar sobre el veredicto –«¡Primero la sentencia, luego el veredicto!», grita como una posesa–, aquí primero se atornilla la cantidad y luego se viste el santo. En esas circunstancias, no cabe hablar de arqueo técnico, sino de apaño político. Cuando las cuentas son cuentos, la contabilidad es esa ciencia exacta que concluye cabal lo que uno quiere que diga. Mucho más cuando las cosas parecen hacerse sin más ley ni razón que el antojo.
Y ojo no se está aquí ante una exclusiva porfía por el reparto de dineros públicos, sino ante una cuestión capital para la construcción de una nación. Es, por ello, que conviene no echar en saco roto que lo que unió EEUU, haciendo de muchos uno, no fue su Declaración de Independencia o su Constitución, con ser capitales. Fue la resolución de que la deuda que habían contraído las antiguas colonias en la Guerra contra el Imperio Británico no fuese pagada por cada una de ellas, sino que se centralizara a través de una Reserva Federal. Y fue esa solidaridad la que solidificó la unidad nacional americana.
Ante un paripé de la magnitud del que se registró el jueves en las Cortes, el líder de Ciudadanos, libre de las hipotecas de PP y PSOE, ha visto que la ocasión la pintaban calva para seguir aprovisionándose de votos provenientes de su rivales a diestra y siniestra. Capitalizó el malestar de electores de estas formaciones por tener que sufragar una factura tan onerosa y que se remunera sin repasarla siquiera. Al desmarcarse de todos los demás en estos tiempos reacios a prerrogativas de ese fuste, por mucho que le tilden de oportunista, Rivera no ha dejado pasar esta ocasión de oro para ensanchar su base electoral. Atendió, en suma, a aquello que concluía Maura padre de que «en política se corregirán los desaciertos, se enmendarán los errores; lo que no se recobra nunca son las oportunidades».
No cabe duda de que este órdago a la grande le posibilita acelerar su marcha frente a un Rajoy y Sánchez a los que puede presentar como rehenes de los nacionalistas, mientras Pablo Iglesias se descuelga irremisiblemente por su incompetencia e ineptitud. Como la suerte en política consiste en apreciar el momento exacto en que hay que actuar, la excepcionalidad fiscal vasca puede ser una de las espoletas para que Cs deje su papel subalterno para entrar en liza con PP y PSOE, consolidando lo que parecen apuntar los sondeos demoscópicos.
Cierto es que una cosa es la rapidez y otra la precipitación. Especialmente, cuando el objetivo se percibe al alcance de la mano, haciendo que la posibilidad de un sorpasso nuble la mente y se confundan molinos con gigantes, como Iglesias con Sánchez, algo de lo que no se ha recuperado el líder podemita y tiene difícil cura. Rivera debiera aprender de errores de aceleración que desinflen sus expectativas y que su impaciencia le juegue una mala pasada. Le ocurrió en la última cita cuando, en vez de atraerse a los votantes del PP, los espantó y originó un cierre de filas al reclamar abruptamente la salida de Rajoy y la rebelión de sus militantes contra su jefe de filas. Dio pábulo a la especie de que era una suerte de submarino del PSOE, a cuyo servicio pondría los votos de antiguos electores del PP atraídos a sus siglas. Lo mismo, pero al revés, le sucedería con el PSOE.
Si hasta ahora la estrategia de los dos grandes partidos del turnismo constitucional era atraerse a Cs en su lucha por seguir o alcanzar La Moncloa, según los casos, la dureza del debate sobre el Cupo hace presagiar que, alertados por el peligro que les acecha, PP y PSOE se confabulen en una pinza que inmovilice a Rivera y le baje los humos retrotrayéndolo a una posición subordinada. Nada nuevo bajo el sol. «Todos vivimos –avisa Guzmán de Alfarache– en asechanza los unos de los otros, como el gato para el ratón o la araña para la culebra que, hallándola descuidada, se deja colgar de un hilo y, siéndola de la cerviz, la aprieta fuertemente, no apartándose de ella hasta que, con su ponzoña, la mata».