El trágala inmigratorio

LIBETAD DIGITAL 06/08/16
JESÚS LAÍNZ

Continuemos con el duelo entre Powell y Heath, primer debate habido en el país europeo pionero en inmigración afroasiática. Porque, recién comenzada en los años sesenta la llegada a la metrópoli de ciudadanos de las antiguas colonias, Powell advirtió en su discurso del 20 de abril de 1968 que, de continuar, la naturaleza de su país cambiaría para siempre, lo que provocó su contundente desautoración por parte del jefe del Partido Conservador, Edward Heath.

Pero no había pasado ni un año cuando, en enero de 1969, Heath tuvo que recular. Pues la opinión pública británica se manifestaba mucho más de acuerdo con los temores de Powell que con la corrección política que ya entonces comenzaba a limitar la libre discusión.

Heath declaró que, antes de dar su beneplácito a la entrada de inmigrantes, el gobierno debía asegurarse de quién era cada uno de ellos, para qué quería entrar en el país, durante cuánto tiempo, dónde pretendía fijar su residencia y por qué. Y formuló las siguientes cuatro reglas en materia de inmigración:

  1. Los inmigrantes no tendrán derecho, una vez admitidos en Gran Bretaña, a quedarse en el país de modo permanente y se les dará permiso para un trabajo específico durante un tiempo y en un lugar determinados.
  2. Ningún inmigrante tendrá acceso al permiso ilimitado de residencia. Este permiso será renovado cada año y su permiso de trabajo le será renovado cada vez que cambie de empleo.
  3. Los inmigrantes no tendrán derecho a traer consigo a sus familiares, aunque sean muy próximos.
  4. La decisión acerca del derecho del inmigrante a entrar en el país deberá ser adoptada por las autoridades británicas en el país de origen, donde pueden tenerse noticias sobre diversos aspectos individuales, y no una vez que el inmigrante haya llegado a territorio británico.

La prensa británica en bloque aplaudió las propuestas de Heath, pues la opinión mayoritaria de los ciudadanos era que el país, con un millón escaso de inmigrantes ya instalados en él, no podía absorber más. Sin embargo, no se aplicó ninguna de las reglas propuestas por Heath y hoy los ciudadanos británicos de origen afroasiático pasan de los once millones en un país de sesenta y cuatro.

¿Cómo ha sido posible que unos británicos que hace menos de medio siglo consideraron un millón de inmigrantes como el límite de lo asumible hayan aceptado sin aparentes molestias una cantidad diez veces superior, que ha transformado Londres, como suele decirse jocosamente, en la ciudad más populosa de Pakistán? Evidentemente, mediante el acostumbramiento paulatino de una población dócil y el silenciamiento de las voces discordantes. Así ha sucedido no sólo en Gran Bretaña, sino en toda Europa. Sin embargo, parece que en algunos países, por varios motivos, entre los que destaca la creciente ruptura de la paz social, se está alcanzando una presión considerable.

Por el ciberespacio circula la grabación de una convención musulmana celebrada en Noruega en 2013. Los dirigentes declaran, y los cientos de asistentes confirman con unanimidad, que no es cierto lo que los medios de comunicación occidentales afirman sobre los musulmanes, en concreto la atribución solamente a minorías radicales de opiniones favorables a la segregación de los sexos o la lapidación de los adúlteros. Por el contrario, en dicha grabación se explica con claridad que, por haber sido establecidos por Alá a través de su Profeta, dichos castigos son aprobados por todos los musulmanes, sin necesidad de ser ni radicales ni terroristas, y defendidos como los mejores que se pueden aplicar al género humano en todo el mundo. Y, para concluir, se pregunta el principal orador: “¿Qué van a decir ahora los políticos y los medios de comunicación? ¿Que hay que deportarnos a todos?”.

En los próximos años veremos cuál de estas dos tendencias se asienta: la de un alcalde de Londres musulmán paquistaní como imagen de un islam tranquilamente integrado en la sociedad occidental o la de unas comunidades islámicas crecientes y mayoritariamente partidarias de extender los preceptos coránicos a las legislaciones de sus países de acogida, lo que no podría provocar otra reacción que el paulatino ascenso por toda Europa de opciones políticas contrarias a la inmigración extraeuropea.

Inmigración extraeuropea que el representante de la ONU para la inmigración, Peter Sutherland, desea que aumente, para lo que ha pedido a la UE que abra sus puertas no sólo a los solicitantes de asilo, sino a todo inmigrante que lo solicite. Pero lo más importante es que este alto mandatario de la ONU sostiene que estas medidas deben tomarse incluso a pesar de la oposición de los ciudadanos europeos, así como que la UE “tiene que socavar la homogeneidad de sus Estados miembros”. Lo mismo ha declarado repetidamente una Hillary Clinton partidaria de la desaparición de las identidades culturales, religiosas y nacionales.

Sirvan estas líneas, mientras la presión sigue aumentando, como pequeña aportación a un debate hoy por hoy improbable.