Juan Carlos Girauta, ABC, 27/5/12
El problema es su intrusivo concepto de identidad; quien no interioriza los rituales de la tribu es un ser anómalo
El Ministerio de Educación ha retirado la expresión «nacionalismo excluyente» del temario de Educación para la Ciudadanía a instancias de la consejera catalana del ramo, lo que indica, en primer lugar, que el gobierno catalán se ha sentido aludido. También podría ser que los señores de CIU consideren incompatibles el nacionalismo y la exclusión, sin más, y que la señora Rigau solo hubiera advertido al señor Wert sobre lo que considera un oxímoron. Si así fuera, le bastará con abrir un libro de historia contemporánea, gesto que haría juego con su cargo. De cualquier modo, la corrección es un acierto. Nacionalismo, y punto. ¿Por qué no cabe hablar de nacionalismo excluyente? Por la misma razón que nadie habla de bebés jóvenes o de nudismo desvestido. El pleonasmo.
Aquí el nacionalismo aplica una pedagogía del odio cuyo último logro se ha visto en la final de la Copa del Rey. Abucheos al Príncipe, burlas al monarca, mofa de los símbolos institucionales y ofensas premeditadas a millones de personas. Es de esperar que den por vengado el «expolio» por una temporadita. ¡No pierdan ese espíritu constructivo! Mientras se relamen, acudamos a la doctrina.
Merle y Gonidec, desde el campo de las relaciones internacionales, clasifican el nacionalismo como ideología destructiva. Hay poco que añadir. Más miga tienen los dos filósofos del nacionalismo Ernest Renan y Ernest Gellner, cuya disección se practicó desde la aprobación o comprensión del fenómeno. El primero pronunció en el siglo XIX esta frase: «El olvido, e incluso diría que el error histórico, es factor esencial en la creación de una nación». El segundo, cien años más tarde, hizo hincapié en el mecanismo operativo del nacionalismo: armonización de lo diverso, homogeneización de lo heterogéneo, imposición de una cultura y un idioma en detrimento de otros.
Los nacionalistas catalanes suelen acusar de nacionalistas españoles a cuantos conciudadanos no comulgamos con sus ruedas de molino. También nos llaman muchas otras cosas bonitas que no vienen a cuento, pero lo interesante es esa lógica especular: todo el mundo sería nacionalista de una u otra tierra, de uno u otro pueblo. Necesariamente. En ese aspecto, no hay ideología más totalitaria, pues ni siquiera contempla la no adscripción. Tampoco entienden los aquejados que constatar la existencia de una nación no equivale a ser nacionalista, del mismo modo que afirmar «ahí hay un polvorín» no predispone a todos a sacar un mechero.
El problema nuclear es su intrusivo concepto de identidad; quien no interioriza los rituales de la tribu es un ser anómalo, a tratar o a aherrojar. El nacionalismo es una creencia que sojuzga al intelecto, lo supedita a una triste pasión hasta que la nación ocupa el centro de la identidad individual. Así lo dibujó, con toda fidelidad, un consejero de cultura catalán en la ponencia de un congreso convergente, años ha. Alrededor del rasgo nacional, trazaba otros círculos concéntricos del yo, pero eran menos íntimos: la familia, la profesión.
Solo un trastorno semejante puede explicar la experiencia del viernes. El presidente Mas, que alcanzó su cargo con un vídeo electoral donde un ladrón cubierto con la bandera de España robaba la cartera a un viandante cubierto con la de Cataluña, que votó «sí» a la independencia en un referéndum bufo, y cuyo partido tiene como objetivo un «Estado propio», pidió auxilio al Gobierno central para pagar las facturas a fin de mes y… acto seguido, se plantó en el estadio Vicente Calderón para oír cómo una muchedumbre envenenada por su matraca del expolio y el desapego llamaba hija de puta a su homóloga madrileña. Como si no fuera con él esa onda expansiva.
Juan Carlos Girauta, ABC, 27/5/12