De la que el vasco cae en una metáfora no la suelta. En estos tiempos tenemos una que se administra básicamente en dos formatos: el tren del futuro y el tren de la modernidad. El acuerdo es completo: nacionalistas y no nacionalistas, todos quieren que no perdamos ni el tren del futuro ni el de la modernidad. Un lugar de encuentro.
Quizás se ha pasado ya la época que retratara Tirso de Molina, cuando el vasco era «corto en palabras, pero en obras largo». En lo segundo hemos decaído; cuesta encontrar grandes gestas, con excepción del récord de Vitoria el sábado, al juntar a más gente jugando al mus a la vez que nunca en la historia, y del intento de Aramburu, de Orio, que ha desistido del intento de récord mundial de 24 horas saltando a la comba (está en 141.221 saltos), pero tras un entrenamiento de 12 horas en las que saltó 90.000 veces (¡a dos saltos por segundo!, no extraña que le diese luego un patatús). Son hechos notables, pero apenas evocan las glorias de antaño, en un país cuya máxima ambición deportiva del día consiste en que no bajen sus equipos a Segunda. Se han acortado las obras de los vascos y, por justicia compensativa, se ha alargado la comunicación verbal. En estos tiempos mediáticos el vasco no calla, aunque se repita cuando habla. La dicha no es completa: quizás por la secular falta de entrenamiento, su lenguaje tiene poco desarrollo metafórico; las mentes vascas son de imágenes poco imaginativas.
Eso sí, de la que el vasco cae en una metáfora no la suelta. Da en monometafórico. En estos tiempos tenemos una, bien concreta, cuya captación no exige mucha actividad neuronal. A ella se aferran nuestros líderes cual lapa a roca. Es el tren. No es que al vasco le guste ir en tren -menos las imaginaciones de un Orient Express entre Orduña y Amoroto con bar-restaurante para tomar vinos y jugar al mus-, pues lo ha abandonado por su afición al automóvil y su aversión al transporte público. El tren no se usa para moverse, pero sí como metáfora, casi la única del lenguaje público, la predilecta. Se administra básicamente en dos formatos, aunque hay más, para casos de necesidad. Estos dos son: el tren del futuro y el tren de la modernidad. No me pregunten qué significan en las mentes vascas. Mis inimaginables esfuerzos para desentrañar su significado en nuestro uso han resultado infructuosos.
El acuerdo es completo: no podemos perder el tren del futuro, no podemos perder el tren de la modernidad. Está en boca de todos. Más albricias: nacionalistas y no nacionalistas, todos, quieren que no perdamos ni el tren del futuro ni el de la modernidad. Un lugar de encuentro.
El alcalde de Sestao, del PNV, lo decía el otro día: «Perdimos nuestro potencial, pero ahora hemos cogido el tren del futuro». En la orilla de enfrente, Otermin, el candidato del PSE para alcalde de Erandio apostó por un Ayuntamiento «eficaz, que impida que sigamos perdiendo el tren del futuro». Quienes están en el mando han conseguido que nos subamos al tren del futuro. Los que no, buscan que no lo perdamos.
Al lehendakari le gusta sobremanera lo del tren. «Después de años de retraso [en el AVE, TAV en español vasco] no estamos dispuestos a dejar pasar el tren del futuro». A veces termina con un «no estamos dispuestos a dejar que la sociedad vasca pierda el tren de la modernidad». ¿Qué dijo al presentar el Plan de su nombre? «El tren del futuro está en marcha». Quizás para él tren quiere decir Plan. En tiempos, lo mismo era para Imaz, que animaba a Batasuna -o como se llamase entonces- a votar el Plan para que «no pierdan el tren del futuro». Le hicieron caso a medias, y medio cuerpo cogió el tren y la otra mitad no, experiencia no aconsejable (prueben a hacerlo y sabrán por qué).
Hay otros trenes, pues cuando el vasco forja una metáfora la exprime. Está el tren vasco de Ibarretxe en el Aberri Eguna: «Nosotros vamos sobre dos vías: no a la violencia, sí al derecho a decidir. Y si nos desviamos de este camino, no descarrilará jamás el tren vasco», una complicada y bella variante. Hay también «el tren de la paz y de la movilización política» (Ziarreta, de EA, la misma jornada, en la que los trenes circulaban por todas las mentes). Y «el tren de la reivindicación del derecho a decidir, del reconocimiento de una identidad propia y de soberanía compartida» (Ibarretxe, marzo de 2000). En ese mismo discurso fundacional, adelantó la imagen de la década que nos venía: «Podemos taparnos los oídos y mirar para otro lado para no oír ni ver el tren, pero no por eso el tren deja de andar y corremos el peligro de que nos atropelle». La metáfora profética conllevaba la clave de estos años: el tren al que se refiere es el soberanista y sugiere que los trenes circulan solos. La frescura de la imagen consiste en que exculpa al maquinista.
A veces el tren se encarna en discursos curiosos. El otro día, unos cuantos ciudadanos apoyaban al candidato del PNV a alcalde de San Sebastián, un chico que es nuevo. Decían que es el mejor para subir al «tren de la modernidad», conclusión a la que al parecer han llegado por lo siguiente: «Es el único capaz de poner a San Sebastián en el mapamundi [sic]», «no lleva txapela a rosca» (la nueva me ha dejado perplejo) y «sabe pensar y leer» (¡!). Se antoja una forma chocante de pedir votos, pero a lo mejor piensan que tales rarezas resumen la modernidad. Todo sea por no perder el tren.
¿Significa la metáfora que queremos un futuro, una modernidad? No sé. El único tren que aquí prospera es el metro de Bilbao. Es futurístico y moderno, pero sólo sirve para cercanías, para ir de Santutxu a Portugalete pongamos por ejemplo. Está bien, pero con sus límites. Y cuando se habla del Tren de Alta Velocidad vasco apenas se dice que nos llevaría raudos a Madrid y a París (¿quién querría ir a las capitales de los Estados opresores?), cuando suelen promocionarse las altas velocidades ofreciendo rapidez en largas distancias, no en cortas. Pues de lo que se habla es de la Y vasca, de comunicar rápido Bilbao, Vitoria y San Sebastián. Se me hace así que la modernidad y el futuro que nos prometen son para facilitar mejores vistas del ombligo. ¿Para eso hace falta tren? Valdría una lupa. La lupa del futuro, la lupa de la modernidad.
Manuel Montero, EL PAÍS, 8/5/2007