MANUEL ARAGÓN REYES-EL PAÍS
- La resolución protege los derechos fundamentales de los españoles: es difícilmente rebatible que la libertad de circulación quedó eliminada durante el confinamiento
Aunque con retraso, criticable por la excepcional importancia del asunto, el Tribunal Constitucional al final cumplió con su deber de hacer prevalecer la Constitución. La sentencia dictada sobre el estado de alarma, sin ser perfecta, ninguna lo es, ha sido, a mi juicio, acertada, porque pone de manifiesto un modo fiel de ejercer la función de supremo intérprete y defensor jurídico de la Constitución que el Tribunal tiene atribuida. Porque la sentencia no es, como algunos han dicho, erróneamente, una sentencia “de la mayoría” de los magistrados, sino del propio Tribunal, de la misma manera que las leyes no son “de la mayoría” de los diputados o senadores, sino de las Cortes Generales, aunque, por tratarse de órganos colegiados, sus decisiones se adopten, obviamente, por mayoría. La unanimidad ni es la regla, ni en ocasiones resulta beneficiosa, ya que puede distorsionar el legítimo pluralismo interno del órgano llamado a decidir. De modo que una ley o una sentencia son perfectamente válidas si alcanzan la mayoría que se requiere para dictarlas, sin que ello reste un ápice a su validez. Por lo demás, la adopción de una sentencia por la mitad más uno de los magistrados es algo perfectamente normal, en España y en otros países constitucional-democráticos.
Es cierto que hay extremos de la sentencia que pueden ser discutibles, así la apelación, en algunos pasajes de la misma, al principio de proporcionalidad, que a mi juicio sólo debe servir para graduar las limitaciones de derechos, no la suspensión de los mismos, o la distinción entre suspensión y limitación basada en la intensidad de la restricción, cuando resulta perfectamente posible diferenciarlas de manera sustantiva. O en fin, la fijación algo confusa de los efectos de la sentencia, pues, frente a lo que allí se dice, ningún ciudadano está obligado a soportar perjuicios por una medida declarada inconstitucional, aunque al afirmarse al mismo tiempo que en esa materia rige el artículo 3.2 de la Ley Orgánica se deja un resquicio para exigir las indemnizaciones que procedieran.
Dicho lo anterior, el gran problema de fondo ha quedado bien resuelto. En primer lugar, la sentencia interpreta adecuadamente la Constitución al distinguir la alarma de la excepción en función de la magnitud de las medidas que en ambos estados pueden adoptarse. Ese es el criterio que de nuestra norma fundamental se deriva y que ha de servir de guía para interpretar la ley orgánica de desarrollo. Por ello, cuando una situación de crisis es tan grave que supone una alteración clara del orden público constitucional y que, por ello, precisa de una suspensión y no una limitación de derechos, lo constitucionalmente exigido es la declaración del estado de excepción.
En segundo lugar, la sentencia deja también muy claro que el confinamiento general obligatorio supuso una suspensión del derecho fundamental de libre circulación, algo difícilmente rebatible dado que dicha libertad quedó temporalmente eliminada pese a que se reconocieran ciertas y tasadas excepciones. Porque lo esencial para diferenciar limitación de excepción no es distinguir entre el todo y la nada, algo completamente irreal, sino entre la regla general y la excepción. Hay limitación si la regla general es el libre ejercicio del derecho, aunque dicha libertad se encuentre restringida por algunas y tasadas excepciones y, por el contrario, hay suspensión si la regla general es el no ejercicio del derecho, aunque excepcionalmente se reconozcan algunas y tasadas excepciones a esa ausencia general de libertad. Esto último es lo que, sin duda, sucedió. Y aunque la sentencia no lo reconoce así, en mi opinión también se suspendió la libertad de empresa, con el agravante de que ese derecho ni siquiera puede suspenderse en el estado de excepción.
Como es obvio, no puede efectuarse un comentario detallado de la sentencia en un artículo de prensa y, por ello, no voy a insistir más en las razones que avalan el acierto del tribunal al declarar que, habiéndose producido una auténtica suspensión del derecho de libre circulación, se infringió la Constitución por haberse utilizado el estado de alarma en lugar del estado de excepción.
La sentencia va acompañada de cinco votos particulares, algo que siempre enriquece la decisión del tribunal, pues facilita el debate intelectual que en la comunidad de los juristas debe seguir a toda gran decisión del supremo intérprete de la Constitución. Aunque también, a veces, los votos particulares pueden servir, si sus razones son débiles, como a mi juicio aquí sucede, para reforzar el acierto de la decisión mayoritaria.
Me referiré a algunos argumentos de los votos, que coinciden con los de algunos juristas que han comentado la sentencia. Así, no resulta constitucionalmente aceptable el argumento de que sólo existe suspensión de derechos si la medida expresamente así lo dispone. Como es obvio, los actos jurídicos son lo que son, y no lo que ellos, de sí mismos, proclamen. Lo contrario conduciría a un formalismo absurdo, aparte de que impediría el control jurisdiccional que, muchas veces, procede porque el acto jurídico, sin decirlo, venga a realizar lo que no lo le está permitido. Tampoco resulta aceptable el argumento de que la autorización parlamentaria, por muy mayoritaria que fuese, subsane el vicio de inconstitucionalidad del acto. La inconstitucionalidad no se salva porque el Parlamento la apruebe.
Menos aceptable aún es la idea de que el objetivo de preservar la salud y vida de los españoles que tenían las medidas adoptadas debiera de haber conducido a apreciar su constitucionalidad. De un lado, porque, en un Estado constitucional, el fin no justifica los medios. De otro, porque, siendo necesaria la suspensión de derechos para dotar de eficacia a dicha preservación, ésta en modo alguno se habría debilitado si, cumpliendo la Constitución, se hubiese declarado el estado de excepción y no el de alarma. A estos efectos, conviene recordar a algunos de los críticos con la sentencia, que no es la Constitución la que debe interpretarse de conformidad con la ley orgánica, sino ésta de conformidad con la Constitución cuyo significado no puede quedar fijado por el debate constituyente, sino en su capacidad de objetivarse en el tiempo mediante su comprensión sistemática y, sobre todo, finalista.
Por último, en este breve repaso a los argumentos principales aducidos en la crítica a la sentencia, deseo resaltar lo que considero un error interpretativo, cuando se sostiene que el estado de excepción hubiera producido una mayor desprotección de los derechos, además de ser un instrumento inútil por su corta duración temporal de 60 días. En cuanto a lo primero, sólo cabe decir que la propia Constitución lo desmiente, ya que deja en manos del Congreso y no del Gobierno su declaración inicial, y es aquel y no este el que determina, desde el principio, la amplitud o restricción de las medidas que se adopten; lo que sí desprotege de verdad los derechos es un estado de excepción encubierto bajo la forma del estado de alarma, que fue lo que ocurrió. Y en cuanto a lo segundo, el hecho de que el estado de excepción sólo pueda declararse por un máximo de 30 días y prorrogarse una sola vez por otros 30, no impide que, si pasado ese plazo máximo, la situación continúa, pueda declararse un nuevo estado de excepción. Lo contrario supondría una interpretación absurda que dejaría al Estado inerme para seguir actuando si al supuesto de hecho persiste.
En definitiva, el Tribunal Constitucional ha cumplido, en esta sentencia, con su auténtico deber: defender la Constitución frente a los actos de los poderes públicos que la vulneren. Y ello supone, frente a lo que sostienen sus críticos, preservar los derechos fundamentales de los españoles, en este caso el de libertad de circulación, del que habían sido privados sin el procedimiento constitucionalmente exigido para ello.
Manuel Aragón es catedrático emérito de Derecho Constitucional y magistrado emérito del Tribunal Constitucional.