Ignacio Varela-El Confidencial
- Es completamente injustificable que haya tardado 13 años en resolver el recurso sobre la constitucionalidad de la ley del aborto de 2010
Sé que no hay nada en la legislación vigente que obligue al Tribunal Constitucional a emitir sus sentencias en un plazo determinado. Pero es completamente injustificable que haya tardado 13 años en resolver el recurso sobre la constitucionalidad de la ley del aborto de 2010. De hecho, es un escándalo institucional, descaradamente lesivo para el interés público, dañino para los derechos de las mujeres afectadas y que se aproxima mucho a un fraude de ley. El Tribunal Constitucional se ha prevalido de la inexistencia de un plazo perentorio y de la imposibilidad material de que se le obligue a responder de su negligencia dolosa en la resolución de un asunto socialmente crucial para evadir su obligación durante casi una década y media.
Desde luego, jamás anidó en el espíritu de los constituyentes la hipótesis de que el TC decidiera sentarse encima de un recurso y retrasar su resolución indefinidamente; como tampoco contemplaron la posibilidad de que el Parlamento dimita tercamente de la tarea de renovar el órgano de gobierno del Poder Judicial o cualquiera otra de las misiones que la Constitución le encomienda. La ausencia de sanción para esos comportamientos fraudulentos no es excusa, sino al revés: agrava el juicio moral, porque a la deslealtad constitucional de hecho añade la impunidad que la acompaña y la desconfianza que ello siembra en el cuerpo social.
Esta sentencia debería comenzar con una explicación del tribunal sobre los motivos que lo han llevado a procrastinar este caso durante 13 años. El problema es que esa explicación no existe. Mejor dicho, existe, pero no es confesable. La mayor parte del retraso no tiene que ver con cuestiones jurídicas o con la dificultad intrínseca del asunto, sino con equilibrios domésticos dentro del propio tribunal. En concreto, la existencia durante años de un proyecto de sentencia elaborado por el magistrado ideológicamente más integrista (dispuesto a tumbar la ley de 2010), que chocaba con el criterio mayoritario de sus colegas (partidarios de avalarla), quienes, a su vez, no se atrevían, por motivos espuriamente corporativos, a desautorizar al ponente fieramente opusdeísta.
Mientras los señores magistrados se entretenían eternamente en este y otros juegos de casta, varios cientos de miles de mujeres y otros tantos médicos y personal sanitario han practicado abortos durante 13 años, sin saber si el ejercicio de ese derecho estaba o no amparado por la Constitución.
Finalmente, desembucharon la sentencia secuestrada cuando el asunto de fondo ya ha perdido toda su carga explosiva, porque en este tiempo la sociedad se ha acostumbrado a convivir pacíficamente con la ley de plazos. Como ocurre en toda Europa, el tránsito del aborto como delito al aborto como derecho se ha digerido con toda normalidad y el propio partido que presentó el recurso admite ya públicamente que, salvo en algún detalle relativo a las menores de edad, se siente cómodo y compatible con este marco normativo.
Siendo así, ¿por qué no retiró antes el PP su recurso? Sencillamente, porque no podía hacerlo. El recurso de inconstitucionalidad no es propiedad de un partido, sino de las personas físicas que lo presentan: solo podrían retirarlo los 50 parlamentarios del PP que lo firmaron en su día, en el caso de que hoy siguieran siéndolo. Una circunstancia que deberían conocer los equipos de apoyo del presidente del Gobierno para evitar que su jefe haga el ridículo en la Cámara, como lo hizo ayer en la sesión de control, conminando al PP a retirar el recurso. Tenga usted 200 asesores en la Moncloa para eso, o para confundir a un poeta con otro.
Lo grave es que todos sabíamos de antemano el resultado de la votación en el tribunal: siete a cuatro era una apuesta segura, como disparar a conejo parado. De un tiempo a esta parte, es posible anticipar sin margen de error no solo el sentido de cualquier decisión del Tribunal Constitucional, sino el reparto exacto de los votos, con nombres y apellidos. Eso ocurre porque, de un tiempo a esta parte (no siempre fue así), ya no se buscan magistrados de una u otra orientación ideológica, sino centuriones partidarios cortados a pico: militantes sin carné, pero no por ello menos obedientes a las consignas del mando.
El Tribunal Constitucional se ha hecho a sí mismo más daño en los últimos seis meses que en los 43 años de su existencia anterior. Finalmente, las aguas contaminadas del sectarismo bipolar que invade la política española alcanzaron también al árbitro supremo. Hoy sería imposible reproducir aquellas resoluciones unánimes que contribuyeron decisivamente a frenar la sublevación del 17 en Cataluña; al menos, mientras dure el casamiento del Gobierno de España con los promotores de la insurrección. Para algunos, esto será un gran éxito político; para otros, entre los que me cuento, una calamidad institucional difícilmente reparable.
El mal se agravará si, como es de temer, el compañero Cándido ordena las cosas de tal forma que las semanas que restan hasta el 28 de mayo se jalonen con una ristra de sentencias largamente pendientes y todas ellas favorables al Gobierno. Siempre por siete a cuatro, por supuesto, prietas las filas. Nunca compartí la idea de que el TC tuviera que congelar las sentencias problemáticas por el hecho de estar próxima una cita electoral; pero aún peor será verlo convertido en agente activo de la campaña del oficialismo.
Lo único positivo que puede extraerse de esta sentencia —de la que habría que felicitarse si no se hubiera dejado pudrir en un cajón durante 4.500 días de demora deliberada— es comprobar cómo la derecha española va avanzando poco a poco en su imprescindible proceso de laicización. Tanto el recurso del PP contra la ley de 2010 como el anterior contra la de 1985 (que despenalizó el aborto en algunos supuestos) estuvieron literalmente dictados por la Conferencia Episcopal. No es difícil recuperar las imágenes de las manifestaciones masivas de los sábados por la tarde contra esa ley —o contra la que permitió el matrimonio entre personas del mismo sexo u otras normas parecidas—, en las que los máximos dirigentes de la derecha desfilaban por la Castellana del brazo de los obispos recitando consignas preconciliares como si fueran padrenuestros. No lo he podido comprobar, pero es probable que el joven Feijóo participara en alguna de ellas.
Por fortuna, esas imágenes serían inconcebibles en este momento. Lo que queda de integrismo confesional en la esfera política se ha refugiado en Vox. Los españoles dejamos hace tiempo de ir tras los curas, ni con un cirio ni con un palo; y la religión tiende a regresar a su ámbito natural, que es el de la conciencia de cada persona. Solo en este momento se ha atrevido el Tribunal Constitucional a hacer vergonzantemente lo que debió hacer con plena dignidad institucional hace una década.