Javier Tajadura, EL CORREO, 21/6/12
El Tribunal Constitucional, por una exigua mayoría de seis votos frente a cinco, ha estimado el recurso de amparo interpuesto por Sortu contra la sentencia de la Sala Especial del Tribunal Supremo que, en marzo de 2010, impidió su inscripción en el registro de partidos políticos. La Sala Especial del artículo 61 entendió entonces que Sortu era un partido sucesor de la ilegalizada Batasuna. De la misma forma que en el caso de las candidaturas de Bildu, el Tribunal Constitucional ha anulado la sentencia del Supremo por considerarla lesiva de derechos fundamentales. En este caso, el Constitucional entiende que el Supremo lesionó el derecho fundamental de asociación política de los promotores de Sortu y reconoce el derecho de esta formación a ser inscrita en el registro, «si se satisfacen los demás requisitos legales establecidos» en la Ley de Partidos.
En un Estado de derecho corresponde a los tribunales de Justicia determinar la legalidad o no de un partido político. Ahora bien, los ciudadanos se preguntan cuáles pueden ser las razones jurídicas por las que nuestros dos más altos tribunales (el Supremo y el Constitucional) han llegado a conclusiones completamente opuestas. Para ello es preciso partir del reparto de funciones que la Constitución establece entre el Tribunal Supremo (TS) y el Tribunal Constitucional (TC). El Supremo es el órgano jurisdiccional superior y tiene la última palabra en todo, salvo en lo referente a los derechos fundamentales. En este último ámbito, el Constitucional está por encima. Ahora bien, su función enjuiciadora de una sentencia del Supremo se limita a determinar si éste con su resolución ha lesionado derechos fundamentales de los recurrentes.
En el caso que nos ocupa, el TC debía determinar si el TS había lesionado derechos fundamentales de los promotores de Sortu. Pero al TC no le corresponde revisar la valoración de los elementos probatorios a través de los cuales se haya podido llegar a la convicción de que la solicitud de inscripción de Sortu suponga un intento fraudulento de reconstituir un partido ilegal. Únicamente si la valoración de la prueba realizada por el TS fuera arbitraria, absurda o irrazonable, el TC tendría que anular la resolución de aquel, por violación del derecho a la tutela judicial. De la misma forma, si los criterios interpretativos utilizados no justificasen, por su inconsistencia y debilidad, la restricción del derecho de asociación política, también habría de ser anulada la resolución. En otro caso, esto es, si los criterios interpretativos utilizados por el Tribunal Supremo son coherentes y la valoración de la prueba dista mucho de ser arbitraria, el Constitucional está obligado a desestimar el recurso de amparo, y confirmar así la resolución del Supremo.
A la espera de la publicación del texto de la sentencia y de la lectura de los fundamentos jurídicos de la misma, parece que la cuestión jurídica controvertida ha girado en torno al significado y alcance del ‘contraindicio’ consistente en el rechazo de la violencia contenido en los Estatutos de Sortu. Seis magistrados del TC habrían considerado que las declaraciones estatutarias de rechazo a la violencia, incluida la practicada por ETA, son suficientes para contrarrestar otros elementos de convicción contrarios a su legalización. El Constitucional reprocha en este sentido al Supremo no haber valorado este contraindicio, que demostraría la desvinculación de Sortu respecto a ETA-Batasuna.
Respecto a esta cuestión que parece ser central en el proceso que nos ocupa cabe hacer las siguientes consideraciones. La primera es que la valoración del contraindicio es competencia del TS, y salvo que dicha valoración sea arbitraria o irracional, no puede ser reemplazada, sin más, por la efectuada por el TC. La segunda es que la interpretación del contraindicio efectuada por los seis magistrados de la mayoría del Constitucional incurre en un formalismo tan absurdo como ingenuo. El TC considera el contraindicio en sentido meramente formal y prescinde de los requisitos objetivos exigibles desde una perspectiva sustantiva. Y ello porque las declaraciones estatutarias no pueden hacernos olvidar otros datos aportados por la parte contraria: que los promotores de Sortu no habían exigido en ningún momento a ETA su disolución; que equiparan la violencia terrorista y criminal con la violencia legítima ejercida por el Estado; que no han condenado los concretos atentados cometidos por ETA en su sanguinaria historia criminal. Tras su legalización, Sortu ya no necesita exigir nada a ETA, por lo que cabe prever que ni va a exigir la disolución de ETA ni va a condenar la violencia que supone su propia existencia, aunque no actúe. Y, por supuesto, no va a condenar toda su actividad criminal. Esta condena de la historia pasada y de la existencia presente de ETA era imprescindible para dar por bueno el contraindicio. Y ello porque sólo el rechazo del pasado de ETA puede acreditar la ruptura del vínculo ETA-Batasuna.
En definitiva –y a la espera, insisto, de la publicación de la sentencia– todo indica que seis magistrados del Tribunal Constitucional, siguiendo en esto a la minoría discrepante de la Sala Especial, han considerado que la existencia de unos Estatutos que contienen un rechazo formal de la violencia sin referencia alguna al pasado y al presente de ETA es contraindicio suficiente para negar la sucesión fraudulenta. Frente a ello, otros cinco han entendido, como señaló el profesor Manuel Aragón en su lúcido voto particular a la sentencia sobre Bildu, que «lo que sí resulta exigible (a tenor de la doctrina jurisprudencial…), esto es, una condena inequívoca de lo que ETA ha representado, representa y (puesto que no se ha disuelto) continuará por ahora representando, no aparece, en modo alguno, en las declaraciones de rechazo de la violencia que se han venido examinando».
Javier Tajadura, EL CORREO, 21/6/12