Timothy Garton Ash, EL PAÍS, 11/6/2011
El Tribunal de Estrasburgo es el único lugar al que cualquier persona de cualquiera de esos 47 países puede acudir, desde Portugal hasta Rusia y desde Noruega hasta Turquía, cuando piensa que se han pisoteado sus derechos y no puede obtener las reparaciones necesarias en su propio país.
The Daily Mail, un periódico británico de enorme circulación y gran influencia, acaba de encontrar un nuevo dragón europeo contra el que luchar. «Los eurojueces», chilla, «pisotean la soberanía del Reino Unido e insisten: Tenéis que dejar votar a los presos». «Los asesinos y los violadores acuden al Tribunal Europeo de Derechos Humanos para obtener todas las garantías del Estado», se queja, a propósito de la noticia de un recurso presentado ante el Tribunal de Estrasburgo. En su desahogo, este Reino Unido iracundo llega a denunciar al primer ministro conservador, David Cameron, por no cumplir promesas que hizo en la oposición, cuando, según nos dicen, «prometió solemnemente… hacer algo sobre el problema de las leyes de derechos humanos del Tribunal Europeo, que se burlan de la justicia británica».
De todos los blancos que podía escoger un órgano euroescéptico, este es uno de los más extraños. El Tribunal de Estrasburgo no tiene nada que ver con la Unión Europea y sus burócratas de Bruselas, que es a lo que los británicos suelen referirse cuando lanzan diatribas contra «Europa». Forma parte del Consejo de Europa, a cuya creación contribuyó Winston Churchill de manera fundamental y que es una organización casi totalmente intergubernamental, formada hoy por 47 Estados (solo Bielorrusia permanece al margen). La tarea del Tribunal es garantizar el respeto al Convenio Europeo de Derechos Humanos, una resonante declaración de derechos y libertades elaborada tras 1945 y redactada en gran parte por un abogado británico, sir Oscar Dowson.
El Tribunal de Estrasburgo es el único lugar al que cualquier persona de cualquiera de esos 47 países puede acudir, desde Portugal hasta Rusia y desde Noruega hasta Turquía, cuando piensa que se han pisoteado sus derechos y no puede obtener las reparaciones necesarias en su propio país. Por ejemplo, en un caso visto el año pasado, el Tribunal dictó que el Estado turco no podía obligar a nadie a revelar su religión en sus documentos de identidad. Los Estados no siempre cumplen las sentencias, pero a veces sí. Como bien saben muchos hombres y mujeres perseguidos, mejor es eso que no tener ninguna instancia externa a la que recurrir. Con todos sus defectos, es lo más parecido que tenemos a la materialización del sueño de Churchill de «un tribunal europeo… ante el que puedan presentarse los casos de violaciones de estos derechos para que el mundo civilizado los juzgue».
De hecho, bajo la presidencia británica del Consejo de Europa, que empezará el próximo mes de noviembre, está previsto que la propia Unión Europea, que posee personalidad jurídica desde el Tratado de Lisboa, se incorpore como tal al Convenio y el Tribunal. Puede que parezca una cues
-tión técnica y confusa, incluso teológica, y todavía quedan por resolver varios detalles, pero las posibles consecuencias son importantes. Si el cambio se produce como está previsto, por primera vez, un individuo británico -o polaco, o italiano, o estonio- podría presentar un recurso contra la propia UE ante este tribunal internacional independiente, supervisado por un órgano estrictamente intergubernamental. «¡Bruselas pisotea nuestras libertades!», grita John Bull (el personaje que simboliza Inglaterra). Pues llevemos a los eurócratas a los tribunales y pidámosles responsabilidades con arreglo a una carta de derechos redactada en gran parte por británicos. Lo normal sería que un periódico tan patriótico y amante de las libertades como The Daily Mail lo aprobase. Pero no. Son todo cosas de la maldita «Europa», y «Europa», por definición, es mala.
Esto no quiere decir en absoluto que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos sea perfecto. Ni mucho menos. Tiene al menos tres grandes inconvenientes. Primero, un atasco escandaloso de casos, unos 140.000 recursos pendientes; necesita como sea un filtro mejor para eliminar los frívolos y triviales. Segundo, al ser una organización intergubernamental, cuenta con un juez por cada Estado miembro -es decir, uno por Alemania y uno por San Marino, uno por Rusia y uno por Liechtenstein-, y algunos no son demasiado buenos. El principio de un juez por país es difícil de cambiar, pero habría que seleccionar mejor a los magistrados. (Por supuesto, puede darse el caso de que haya un mal juez de un Estado grande y uno bueno de uno pequeño).
La distinta calidad de los jueces y la diversidad de tradiciones legales y experiencias nacionales de las que proceden han contribuido a una jurisprudencia que incluso (o tal vez especialmente) los abogados de derechos humanos critican por su falta de coherencia. Por ejemplo, en algunos temas fundamentales como la libertad de expresión, el Tribunal de Estrasburgo ha dictado algunas sentencias brillantes y otras verdaderamente malas.
Todos estos defectos hacen que sea necesaria una reforma profunda del Tribunal. Y eso es precisamente lo que el ministro británico de justicia, Kenneth Clarke, famoso por su posición proeuropea, dice que quiere impulsar cuando el Reino Unido asuma la presidencia. De él, al menos, no podrá sospechar nadie que sea hostil a Europa.
Mientras tanto, no tiene nada de malo que el Reino Unido redacte su propia carta de derechos nacional, siempre que sea compatible con el Convenio Europeo. Y esa es la tarea que se ha encargado a una comisión variopinta recién creada por el Gobierno de coalición de liberales y conservadores: examinar formas de elaborar una carta de derechos británica que «incorpore y aumente todas nuestras obligaciones en virtud del Convenio Europeo».
Siempre que se cumpla ese requisito, me parece todavía mejor contar con una carta británica, redactada en enérgica prosa inglesa, con una referencia explícita a la historia y las tradiciones del Reino Unido, que envuelva en la Unión Jack unos derechos que, en la práctica, serán los mismos. Dada la hostilidad de muchos británicos a cualquier elemento legal o político que incluya la palabra «europeo» (a diferencia del fútbol europeo, el vino europeo y las segundas residencias en Europa, que adoran), esta vía contribuiría sin duda a que los británicos hicieran suyos esos derechos. Cuanto más los asuman como propios y más fácil les sea llevar un caso relacionado con ellos ante los tribunales nacionales, mejor. El Tribunal de Estrasburgo seguirá existiendo como último recurso, que es lo que tiene que ser.
Reforma del Tribunal de Estrasburgo y elaboración de una carta de derechos británica que sea totalmente compatible con el Convenio Europeo: esa es la forma de avanzar. Y quien mejor puede hacerlo es Ken Clarke, tan británico como el rosbif y tan europeo como el borgoña más intenso.
Timothy Garton Ash, EL PAÍS, 11/6/2011