Antonio Elorza, EL CORREO, 17/5/12
El contraste entre los sólidos fundamentos de la coalición de 2009 y la fragilidad de su dimensión proyectiva quedó probado cuando ETA anuncia el «cese definitivo» de su acción armada
En la España del siglo XIX, los períodos de gobierno progresivos cubrían siempre un corto número de años, por contraste con los de predominio conservador, o incluso reaccionario. Así el Trienio Liberal de 1820 a 1823 o el Bienio Progresista de 1854 a 1856 aparecen como simples paréntesis, envueltos en las décadas absolutista, de 1823 a 1833, y moderada, de 1843 a 1854. En el caso de la reciente historia vasca, el actual período de gobierno, con los socialistas aupados sobre su ‘socio preferente’, el PP, se presenta en un aislamiento aún más radical, frente a los treinta años pasados de hegemonía nacionalista y lo que ha de venir como consecuencia de las inevitables elecciones autonómicas. La mayoría parlamentaria de signo constitucionalista difícilmente se repetirá en el futuro, tanto por la tendencia a consolidarse de una mayoría electoral nacionalista como por la sensación fundada de que el acuerdo de 2009 entre socialistas y populares vascos es irrepetible.
En pocas palabras, puede afirmarse que el balance del constitucionalismo asimétrico en el poder ha sido satisfactorio en muchos aspectos, pero que no ha logrado forjar una alianza política capaz de demostrar a la opinión pública que resultaba posible la construcción de una sociedad y de una vida política en Euskadi diferentes de las que habían cobrado forma dentro del molde abertzale. Si se quiere, una construcción nacional vasca por fin libre, digámoslo claramente, de la maldición de ese Sabino Arana cuyas prescripciones retoman creativamente aún hoy sus herederos de Bildu con sus censos indigenistas en Gipuzkoa, o de forma más discreta Urkullu y el PNV al insistir en la profesión de fe soberanista, fundada sobre una independencia originaria que nunca existió (cuando no en el ‘homo pirenaicus’ que forjó el euskera desde la prehistoria).
El contraste entre los sólidos fundamentos de la coalición de 2009 y la fragilidad de su dimensión proyectiva quedó definitivamente probado al producirse el vacío cuando en octubre pasado ETA anuncia el «cese definitivo» de su acción armada. A partir de ahí, sobre el telón de fondo de los enfrentamientos en Madrid entre el PP victorioso y el PSOE desplazado, sus hijuelas vascas dejan de tener nada que decir en común. Su firmeza frente a ETA, reconocida por muchos, había permitido antes superar la política antiterrorista light, del PNV, tanto práctica como simbólicamente, y fue sin duda uno de los factores que determinó el decisivo repliegue de la banda. La pesadilla de Ibarretxe fue traspasada a quienes se vieron obligados a recibir sus lecciones de política. Sin revancha alguna, la racionalidad pasó a presidir la política lingüística y cultural, y buscando el máximo –y difícil– consenso fue intentada una política de la memoria que desde la educación inyectase la vacuna del antiterrorismo. Fueron avances siempre trabajosos, con un PNV dispuesto en todo momento a obstaculizar –empezando por el trabajo parlamentario– y a vaciar de contenido las iniciativas. Más que a gobernar Euskadi desde la oposición, el PNV se entregó a la tarea de mostrar que sin él era ilegítimo gobernar Euskadi.
Con la gran coartada de Madrid. Difícilmente podía afirmarse la acción del PSE si al mismo tiempo las necesidades del Gobierno de Zapatero para malvivir exigían pactos con la minoría parlamentaria del PNV que este cobraba, ante todo con las transferencias, presentándose como el único portavoz posible de los intereses vascos. Forzado a soportar la humillación, el Gobierno de Patxi López quedaba relegado a la vieja condición de sucursal, que ahora despunta también para algunos con la decisión de llevar los recortes al Constitucional, que en su forma responde a la estrategia de Rubalcaba. Desde una actitud reverencial ante el PNV, y sin el deseo, o sin la capacidad, para envolver la acción de gobierno en una visión alternativa de Euskadi, asentada sobre un nacionalismo cívico, la primacía nacionalista resultaba tan garantizada como la programación interminable por ETB de partidos de pelota (solo alterados en su esencia patria por las victorias de Titín III). Si este es el país, su país, ¿por qué no van a gobernarlo?
Además, ¿qué proyecto tiene el PSE para Euskadi ante el auge del independentismo en sus dos versiones? A la opinión pública solo llegan las ocurrencias de Jesús Eguiguren en el sentido de una aproximación al mundo abertzale y a su estrategia de paz, con los ‘verificadores’ que realzan las propuestas de la izquierda abertzale, cuyo único efecto inmediato es un intento de cerco al Gobierno del PP. Todo se arreglará entre vascos, piensa Eguiguren, solo que esos vascos con los que trata tienen ya su solución bien pensada y nunca se han mostrado dispuestos a modificarla por la incómoda circunstancia de que existan otros vascos. El PSE calla y, en este último tiempo, secunda. Difícilmente logrará un cambio favorable en el mapa electoral, a pesar del recurso a la socialdemocracia. Como mucho, volverá a la condición de socio menor de un Gobierno PNV, sin posibilidad de incidir sobre la deriva soberanista.
En cuanto al PP, cumplió con su incómodo papel de ‘socio preferente’ y fue dejando de lado los aspectos estridentes de su ‘españolismo’ para integrarse sin reservas en la política del país, últimamente acercándose al apoyo ‘popular’ a CIU en Cataluña. Desdeñó algo importante: incidir sobre la mentalidad ultranacionalista que sigue dominando al mundo PP en Madrid. Y la escenificación de la ruptura ha sido deplorable, viniendo a justificar el rechazo que siempre la opinión pública vasca mostró al pacto PSE-PP. Fue el reflejo de una actitud que ya se hizo con anterioridad bien visible cuando el electorado disipó el sueño de un gobierno de coalición constitucionalista en 2001. Ahora solo cabe esperar que Patxi López acorte la agonía.
Antonio Elorza, EL CORREO, 17/5/12