Ignacio Varela-El Confidencial
Podemos era líquido desde su origen. Pero cómo Sánchez ha hecho transitar a la organización política más sólida al mundo de la liquidez será estudiado durante mucho tiempo
En Galicia y en el País Vasco, el mensaje de la urnas ha sido terminante. En ambas comunidades, el espacio del poder corresponde a los grandes partidos institucionales del centro derecha, PP y PNV: estructuras partidarias rocosas, control absoluto del territorio, moderación política y eficacia contrastada en la acción de gobierno. Feijóo y Urkullu. Fiabilidad.
El espacio de la oposición y la protesta lo conquistan los nacionalismos radicales de extrema izquierda, BNG y EH-Bildu. Si hay que ser identitario, ellos lo son más que nadie. Si hay que alimentar actitudes impugnatorias del orden constitucional, nadie con mejores credenciales. Si hay que tensionar centrífugamente el sistema político y la unidad del Estado, ellos poseen la denominación de origen. Emocionalidad.
En medio quedan, flotando en terreno de nadie, la izquierda delicuescente del PSOE de Sánchez y la criatura híbrida que engendró Pablo Iglesias –que se hace llamar Unidas Podemos y dejó de responder a los dos vocablos de su marca-. Dos productos políticos formateados para servir únicamente al poder personal de sus respectivos jefes. Confusión.
23 años más tarde, los gallegos han recuperado la fórmula: el PP al Gobierno, el BNG a la oposición y el PSOE… a la melancolía
Rafa Latorre hizo notar en Onda Cero que este nuevo parlamento gallego es casi idéntico al de 1997. Sin embargo, la Galicia de hoy se parece poco a la de entonces. Ya no cabe recurrir a los tópicos de la Galicia incomunicada y conservadora, o sometida al poder de los caciques. Feijóo gana con las cifras de Fraga, pero por razones muy diferentes. Unas tienen que ver con su buen gobierno, que le permite atraer en las autonómicas a mucha gente que en las generales y en las municipales vota a la izquierda. Otras, con la evanescente confusión que reina en el campo opuesto.
El efímero Gobierno de coalición del PsdeG con el BNG (2005-2009) fue un experimento desastroso que funcionó como vacuna: aún duran sus efectos. Y la irrupción de la confluencia impulsada por Podemos en 2016 arrolló a las dos marcas tradicionales –el socialismo y el nacionalismo- para evaporarse cuatro años más tarde, justo cuando su líder nacional ha alcanzado la cumbre del poder en Madrid. Lo malo de las mareas es que tienen reflujo.
Así que, 23 años más tarde, los gallegos han recuperado la fórmula: el PP al Gobierno, el BNG a la oposición y el PSOE… a la melancolía.
El caso es que, aparentemente, todo favorecía a los socialistas. Encabezan el Gobierno central. Tienen cinco de las siete mayores alcaldías de Galicia y controlan tres de las cuatro diputaciones provinciales. Y su gran adversario en el espacio de la izquierda está en caída libre electoral. Poco les ha aprovechado todo ello. La confluencia podémica ha extraviado la friolera de 15 puntos y 14 escaños; y el PSOE ha obtenido de ese mayúsculo naufragio la ganancia minúscula de 4.000 votos y un diputado. Ahora ha resucitado un enemigo mucho más duro, porque el BNG no es una pompa de jabón como En Marea, sino un partido de verdad, con estructura, arraigo social y capacidad de liderazgo superiores al del endeble PsdeG.
Abruma la hegemonía aplastante del nacionalismo en el País Vasco. Cataluña es una sociedad partida en dos mitades, estancada hasta ahora en un empate crónico. Pero en Euskadi ya está instalada la uniformidad identitaria. El 67% de los votos y el 71% de los diputados para el campo aberzale no es algo que deba tomarse a la ligera. Analicen los datos y comprobarán que en multitud de municipios los partidos españoles, de derecha o de izquierda, simplemente han desaparecido. Y nada indica que el avance de la apisonadora se detenga aquí. El día en que eso se active en dirección rupturista, el 155 será poco para frenarlo.
Para llegar a este escenario han tenido que suceder dos cosas. Por un lado, un uso inteligente del poder institucional por parte del PNV, que ha sabido combinar la fidelidad a las esencias con un modelo de gestión eficaz, altos niveles de de bienestar y alejamiento de aventurerismos, sustituidos ventajosamente por la elegante extorsión al Gobierno central a cambio de sus seis votos en el Congreso. Ayuda tener como mascota a un PSE domesticado, antaño alternativa de poder y hoy feliz con su 13% y su dulce declinar.
Por otro, la desaparición del terrorismo de ETA, condición indispensable para abrir las puertas de la legitimidad a sus albaceas políticos. De los cinco escaños que ha ganado el partido de Otegui, al menos un par de ellos se los tiene que agradecer a Sánchez. En cuanto a Iglesias, en el pecado lleva la penitencia: ha perdido la mitad de sus votos en un territorio en el que un día ganó unas elecciones generales. Los que no han ido a la papelera de la abstención han recalado masivamente en Bildu. No es que Bildu se haya podemizado, como dice Monedero: es que se ha dado un festín devorando a Podemos.
La historia demuestra que cuando la izquierda juega a coludir con el nacionalismo para derrotar a la derecha, termina invariablemente engullida por los nacionalistas y derrotada por la derecha. Un negocio de ganancias rápidas y bancarrotas duraderas. Sin embargo vuelven a ello una y otra vez, siempre con el mismo resultado.
Más allá de los análisis en los ejes tradicionales (izquierda o derecha, nacionalismo o no nacionalismo) estas extrañas elecciones aplazadas, ubicadas en el angosto espacio temporal entre dos fases de la pandemia y el estallido de la gran recesión, se explican mejor como un triunfo de todo lo que es sólido frente a lo que es o se ha vuelto líquido: y ahí están los dos partidos que comparten hoy el Gobierno de España.
Podemos era líquido desde su origen. Pero el modo en que Pedro Sánchez ha hecho transitar a la organización política más sólida de España al mundo de la liquidez será estudiado durante mucho tiempo.