CUANDO por fin Pedro Sánchez y Mariano Rajoy se estrecharon la mano en las escaleras de La Moncloa, los cielos se abrieron y un trueno dictó sentencia. Los antiguos se habrían puesto a conjeturar sobre su significado: ¿hado funesto o jubilosa señal? ¿Era Marte impugnando la sintonía del encuentro o Venus celebrando la reconciliación de las dos Españas cuando miran juntas y preocupadas hacia Cataluña? Fue una escena entre bíblica y homérica, al decir de los presentes, que en ese momento dudaron si eran reporteros o evangelistas. Pero la solemnidad dura poco en un país donde los golpes de Estado se anuncian en los teatros: dos horas y media después, las dos Españas tuiteras habían vuelto a separarse. Una desconfiaba de la lealtad del PSOE y la otra corría a afearle al socialista que no le exigiera a la cara la dimisión al indecente, según había prometido. Aquí siempre hay un tonto literalista dispuesto a tomar el rábano de la coherencia –«el duende de las mentes pequeñas», según Emerson– por las hojas puramente electorales.
Todavía hay españoles que, al filo de una quiebra democrática como no se ha vivido desde 1936, ven en Mariano Rajoy al odioso conservador del SMS a Bárcenas y en Pedro Sánchez al veleta que hipotecaría Ferraz por perpetuar su nómina de Estado. Quizá un pueblo que inventa la picaresca no está bien dotado para la sensibilidad institucional. Quizá sea cierto que somos un país de pintores y poetas que no ha dado grandes filósofos porque la viveza solar de los sentidos agota la paciencia gris de la abstracción. Pero ya va siendo hora, 40 años después, de que aprendamos a distinguir a Mariano y a Pedro del presidente del Gobierno y el líder de la oposición.
Has de hacer el esfuerzo, paisano. Da igual que no le hayas votado. Cuando Rajoy proclama su negativa a aceptar la liquidación del Estado, de la nación y de la democracia, solo le puedes discutir cómo se negará; ni el qué, ni el porqué. Apoyar al Gobierno en la defensa de la legalidad constitucional no equivale a blanquear el dopaje de una campaña en Majadahonda. No hay ninguna necesidad de añadir matices adversativos –como ayer se apresuró a hacer doña Robles, con sus fantasmagóricas soluciones políticas– a la limpia aplicación de la ley que nos obliga y protege a todos. Cuando te dan un golpe de Estado, injustificable y venal como todos, lo primero que tienes que hacer es pararlo. Y luego ya te sientas a la mesa todas las horas que hagan falta para discernir el autonomismo del federalismo, y la democracia socioliberal de la república insolidaria de mi Andorra.
La honestidad intelectual consiste en reconocer la verdad no cuando la dice Agamenón sino su porquero, que es cuando cuesta. Ese porquero a veces es Rajoy, a veces Sánchez, a veces incluso Iglesias; y si Rivera baja los impuestos o salva a un bebé de morir ahogado, no es el momento de clamar contra la superpoblación del planeta. Todos tenemos nuestro Agamenón, pero aún identificamos mejor a los porqueros: esta es la verdadera especialidad de la casa. A Agamenón lo llama Homero conductor de pueblos, y en España tenemos pueblos, nacionalidades, regiones y ahora un foco de sedición. Si en la guerra de Troya hubieran participado barones autonómicos en lugar de caudillos helenos, Ulises todavía no habría llegado a Ítaca.
Al oír el trueno, los griegos se preguntaban qué habría podido cabrear a Zeus. Aquí no hay más Zeus que la soberanía nacional, y truena porque nos la están robando.