IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El prestigio de la Corona interpela a unos agentes políticos que no han sabido ganarse la legitimidad de ejercicio

Algo ha fallado en la democracia cuando su institución de mayor prestigio es aquella cuyo titular no ha sido elegido. Y es fácil colegir que el problema no es de un Rey que ha sabido ganarse la legitimidad de ejercicio sino de una clase dirigente caída en el descrédito por su incompetencia, su irresponsabilidad y su sectarismo. A tal punto es así que los ataques a la monarquía se basan en su condición hereditaria porque los nostálgicos republicanos no han logrado encontrarle a Felipe VI una tacha; hasta los independentistas saben que su contundente reacción contra la insurrección catalana contó y aún cuenta con el respaldo mayoritario, abrumador, del resto de España. Y en cuanto a la falta de ejemplaridad de Juan Carlos en su última etapa, se saldó con una renuncia voluntaria –y sin esperar veredictos judiciales– que contrasta con el enroque habitual en una política degradada donde la corrupción sólo se señala en la parte adversaria.

El alto aprecio popular de la Corona debería interpelar a la actual dirigencia. Los valores que los ciudadanos reconocen en el monarca chocan con el envilecimiento general de una vida pública envuelta en una deplorable mezcla de ineptitud, radicalismo, ocultación, deslealtad, partidismo y torpeza. Es cierto que el pueblo no castiga en las urnas ese marasmo de ambición, falsedad e ineficiencia, quizá porque ha caído en un suerte de resignación indolente o escéptica, pero la estima por el compromiso y el sentido del deber del Rey demuestra que sí se echa de menos un liderazgo honorable, digno y libre de sospecha. En unas circunstancias de caos institucional y polarización cívica de tintes dramáticos, el único asidero de seguridad lo encarnan el espíritu de servicio, la neutralidad y la escucha activa del jefe del Estado. Y esa realidad sociológica constituye un fracaso de los representantes democráticos, incapaces de estar a la altura de la confianza que sus electores les han entregado.

No es buena señal que la monarquía se haya convertido en la ‘última ratio’ de la esperanza colectiva. Sus poderes son simbólicos, su autoridad, intangible y su capacidad operativa, mínima. Sin margen de intervención más allá de un cierto arbitraje de influencia reducida, su actuación se limita a tomar la palabra para apelar, de manera forzosamente oblicua, a la necesidad de mantener la obediencia constitucionalista. Sin embargo, en esos discursos de tono abstracto para no violar la imparcialidad late un mensaje clave sobre la existencia de una instancia de amparo moral reconfortante, un espejo anímico donde mirarse cuando el clima de confrontación alcanza una temperatura irrespirable y el trabajo (?) de los agentes políticos convencionales proyecta una generalizada sensación de fraude. Ese leve consuelo de que entre los escombros del sistema queda alguien dispuesto a respetar hasta el final sus responsabilidades.