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JORGE BUSTOS 05/06/14
· El primero de los españoles ha cumplido su último acto de servicio. Ahora, como siempre se hizo, marchen del Soberano abajo todos los demás. Pues la noche es oscura y alberga horrores.
No sé si seré el último monárquico de mi generación, pues nací –perdonadme– en 1982 y pertenezco por tanto a la camada de cachorros mejor parida del Sistema, crecida en tal prosperidad que la Historia le ha permitido aburrirse y andar ahora pidiendo revoluciones más o menos estéticas para recorrer con alguna emoción cada domingo por la tarde. Mi padre es monárquico por lecturas y mi madre republicana por temperamento, pero sobre mi educación yo soy monárquico por pura metafísica, como Dalí.
La monarquía es una idea hermosamente anacrónica y sorprendentemente funcional que defiendo y defenderé como todas las cosas irracionales, que son aquellas que están precisamente necesitadas de defensa. Aunque la decadencia intelectual de mi país va exigiendo, orwellianamente, el enojoso recuerdo de lo obvio.
Obvio es que toda monarquía parlamentaria encierra un oxímoron, que a los reyes no se les vota y que su pervivencia consagra un privilegio. Obvio es que los miembros de una Casa Real del siglo XXI no se ganan el jornal arando campos ni comandando a los ejércitos en singular batalla, sino que pastan en el Presupuesto como el último concejal de Bildu o como el gabinete de prensa de cualquier Instituto Cervantes. La democracia tributaria tiene estos gajes, que uno no sabe qué vicios del último descastado subviene con sus impuestos, pero los de la Zarzuela los conoce todos, y al menos allí un Rey pidió perdón por cazar elefantes cuando en todo caso debiera haberlo pedido por cazar ratones. Obvio es que las monarquías europeas encabezan todos los índices de prosperidad del primer mundo, y nadie le va a dar lecciones de democracia a Inglaterra, cuyo genio asombroso volvió compatibles la decapitación de un rey antes que nadie y la patente mundial del parlamentarismo. Obvio es que las repúblicas cuestan también dinero, que los aspirantes a presidente republicano saldrían de alguna facción cainita de la partitocracia –topando con la desafección de la contraria– y que ante un jefe de Estado llamado Felipe González no se pondrían los jeques tan ceremoniosos como ante un rey.
Obvio, en fin, es que la monarquía instaura el poder simbólico de una familia no sometida a la fiscalización de las urnas, y obvio es que esa es precisamente su ventaja, su garantía de estabilidad, su premisa de abnegación, su tarea sin jefe ni vacación posibles, cumpliendo agendas diplomáticas que suscitarían las protestas de cualquier alto directivo y renunciando prácticamente a la vida privada. En un tiempo en que se apela al pueblo para votar a la puta televisiva que se echa de una isla, es bueno que coloquemos alguna institución a salvo del escrutinio bajo y tornadizo de medios, partidos y plebe. Obvio es que España cuando no ha sido reino ha solido ser caos, que a veces es ambas cosas al tiempo y que discutir ahora la jefatura del Estado son ganas de degenerar hacia cuatro o cinco ruinosas repúblicas ibéricas en menos de un lustro.
Monárquico no es cortesano. Los monárquicos –hará falta recordarlo, claro– perdonamos corinnas pero no urdangarismos, porque manchan de negro y no de rosa la institución que querríamos ver resplandeciente. No han de confundirnos a los monárquicos con los cortesanos, que sería como confundir a los ensayistas con los tertulianos, al boxeo con el Pressing Catch y al noble escalafón de los bufones con los payasos de la tele. El monárquico suele ser pobre y crítico; el cortesano, melifluo e interesado. El monárquico tiene un ideal, un único ideal en pie entre los embates groseros de la mesocracia, dos si es del Real Madrid. Y nada más.
Yo he visto a las mejores mentes de mi generación torcer hacia la república bien por tedio, bien por rencor, bien por hacerse perdonar su pijez inolora de niño de papá. Yo comprendo y respeto al republicano rojo de toda la vida, al guevarista coherente con su estética alternativa de greña y uniforme oliva frente al níveo armiño, el retrato tizianesco, la cómoda estilo Imperio y la colección de tapices de Patrimonio Nacional. Pero veo a mi derecha a los vástagos aburridos de empresarios y cirujanos que estrenan a toda prisa republicanismo para que les disculpen todo lo demás. No, niños, no: esos cojones hay que tenerlos cuando la Corona está fuerte y comporta un riesgo atacarla. No ahora que se hacen carreras de gracejo pancesco –campechanía del resentimiento, simétrica de la campechanía real– por el tuit más ingenioso sobre el ciudadano Borbón. Al menos los perroflautas duermen sobre adoquines, no juegan a Robespierre en pijama sobre el viscoelástico creyendo que su iPhone es una guillotina.
Los 40 años de reinado de Juan Carlos I cifran el periodo más próspero de la historia de España y como tal lo registrarán los anales. Solo una meninge trágicamente deformada por el infantilismo progre y el veganismo intelectual es capaz de reducir la ejecutoria juancarlista a Botswana o a Bárbara Rey. Bien sabe el Príncipe dónde deja el listón su padre. Yo, señor, como último o primer monárquico de mi generación, le pido que no ceda un milímetro a la tentación de avillanarse para ganarse al pueblo, sino que tire del pueblo hacia arriba y sirva a la unidad de España como a un espejo sin sombras, a la manera de los reyes ejemplares. Y el pueblo, que acaba entendiendo las cosas como por una ósmosis misteriosa de moralidad y servicio, le respaldará, como respaldó a su padre cuando les dio una democracia que ni siquiera esperaban. Porque los cambios sociales, a ver si nos enteramos, los guía siempre una élite generosa, no una masa contentadiza. Keep calm and Felipe VI.
Don Juan Carlos, sin duda previendo peores tiempos para la estabilidad parlamentaria, ha abdicado y explicado su abdicación como un hacerse a un lado para que pase una generación española preparada pero en riesgo de anquilosamiento por inacción forzosa. Resiste en todos los órdenes públicos y privados una odiosa gerontocracia que está condenando a la juventud española por reservarse egoístamente los restos del naufragio. Este es el insólito punto de contacto entre Pablo Iglesias y Juan Carlos I: si no se fomenta el relevo, mi generación tomará el control envilecida por el deseo de revancha y será peor para todos. El primero de los españoles ha cumplido su último acto de servicio. Ahora, como siempre se hizo, marchen del Soberano abajo todos los demás. Pues la noche es oscura y alberga horrores.
El Rey ha abdicado. ¡Viva el Rey!