El Psoe se desintegra. No es el único. A derecha e izquierda se suceden los naufragios. Las elecciones gallegas han aportado una dosis de realidad sobre una partitocracia engripada. De las siglas con implantación nacional, sólo el PP ofrece una estampa saludable. En la periferia está Bildu, también creciente. Y ahora, el Bloque, quizás reina por un día. En cuatro años, Pontón, ya si eso.
Como buen autócrata, Pedro Sánchez ha cargado el fardo de la derrota del domingo sobre la espalda de sus peones. Estaba ‘afectado’, dicen en los medios del movimiento. Esgrimió ante su unánime comité dos argumentos falsos. Ni lo de Galicia es extrapolable (pese a que su campaña se centró en el plebiscito sobre Feijóo) ni ha pesado la amnistía (pese a que achicharró al PP cuando el patinazo del off).
La culpa es de los barones que carecen de liderazgo y prestancia, vino a decir. Y de las siglas, que ni aportan ni suman. Más bien, son una lacra. Hay que «consolidar liderazgos» más allá de la marca, insistió. Réquiem por el Psoe. La instauración del sanchismo atado a esas ‘fuerzas transversales’ que le facilitan las mayorías en el Congreso. El puño y la rosa, a hacer gárgaras. Ya sólo cuenta Pedro, ya sólo importa Sánchez, ya no hay más credo que don Progreso ni más icono que el gran narciso.
El aclamado héroe no ha ganado una elección desde que llegó Feijóo. Andalucía, las regionales y locales de mayo, las generales de julio (ese voto canario que le dio La Moncloa) y ahora, Galicia. Ha perdido 54 diputados autonómicos y ya sólo gobierna en tres comunidades, CLM, Asturias y Navarra, donde Bildu dirige la orquesta de la torpona Chivite. Ya es tercera fuerza en Madrid, Cantabria y Galicia. No es cosa que preocupe a Sánchez. No quiere liderar un partido. Pretende ser el caudillo de un bloque situado en el lado del muro donde se amontona esa banda plurimorfa y reaccionaria que siente aversión por una España a la que saquea y escupe desde hace décadas. «España necesita un partido socialista», claman algunas voces arrebatadas de nostalgia, con declinante intensidad. No hay razón para ello. En Francia, Italia, Grecia, las rosas sociatas dejaron de existir y nadie lo lamenta.
Podemos, en vía de extinción
El manoteo de ahogado que se observa a la izquierda del Psoe resulta tan ruidoso como divertido. Así, Podemos, menos votos que el Pacma en las gallegas. Un detritus que murió con el chalet. Iglesias lo sabía, por eso montó entre los ‘inscritos’ el plebiscito más chusco de la historia. Casi puso a votación el alicatado de la piscina. Apenas cuenta ahora con cuatro escaños, carece de grupo parlamentario propio y es muy posible que fenezca en las europeas, donde ni siquiera el sillón de Irene Montero está garantizado. Ese es el pago que recibe después de poner en la calle a más de 1.300 violadores. The end, my friend. El partido morado provocó la abdicación de un Rey, llevó a la Moncloa a quien sería su verdugo, propició la ejecución política de un jefe de Gobierno y estuvo a punto de dar un vuelco al tablero político del país. Ayuso lo derrotó. Iglesias se ha convertido en un zombi que deambula por los suburbios de la política como aquel Joe Gould, desarrapado y famélico, que recorrió durante 40 años las calles de Manhattan sin que nadie tuviera a bien escucharle.
Sumar, algo más fuerte que el ridículo
Sumar fue una brillante idea que ha devenido una farsa. Necesitaba Sánchez crecer por el espectro de su izquierda para arrasar a Podemos y garantizarse un aliado fiable. Hizo lo de la llave de judo, aprovechó el impulso del rival para lanzarlo sobre la el tatami. Cogió al vuelo a la favorita de Iglesias, la catapultó hacia la vicepresidencia y la arrojó luego contra su protector para romperle el cuello. La soberbia del líder morado y la ambición de Yolanda culminaron la jugada. Poco le duró el éxito a la lideresa gallega. Un escuálido resultado en las generales de julio y el estruendoso trompazo en su territorio la han sentenciado. Ha sacado menos votos que Vox y se le adivina ya un futuro más incierto que la taquilla del cine español.
Vox, contra esto y aquello
Vox no entra en el Parlamento gallego ni postrándose de hinojos ante el Apóstol. No hay manera. Se queda en el 2,15 por ciento de los votos. No es Galicia la tierra prometida de esta formación a la derecha de la derecha que atraviesa por un momento tormentoso. Crisis regionales (el vodevil de Baleares reclama un Pajares para llevarlo al cine), purga en los mandos, desorden interno y niebla espesa en la dirección. En los comicios de julio se quedó en 33 escaños, de los 52 que tenía. Cogobierna, cierto es, con el PP algunas comunidades donde se suceden las iniciativas prometedoras, como la memoria histórica en Aragón o la lengua en Valencia. Se han sumido ahora en un juego de extraño hermetismo. Parecen seguir la consigna de Kafka: «Me aislaré de todos, hasta la insensibilización. Me enemistaré con todo el mundo, no hablaré ya jamás con nadie».
Junts y ERC: Los liliputienses de la caverna
Las fuerzas reaccionarias de Cataluña no atraviesan tampoco por un gran esplendor. Cierto que Junts decide cómo se hacen las cosas en España desde el palacete de Waterloo. Un hecho inconcebible que, en gran parte, potencia este declinar del Psoe. Los junteros no gobiernan Cataluña, donde el insípido Aragonès se pasea rumboso por los pasillos de la Generalitat, pero aspiran a hacerlo. En las catalanas de 2021 cosechó cien mil votos y un escaño menos que el PSC, que se impuso a los dos separatismos aunque no logró gobernar. En las legislativas de julio tuvo 60.000 votos menos que los republicanos y casi 80.000 menos que el PP, que consiguió más apoyos que las dos formaciones de la xenofobia. Puigdemont da por hecho que, si saca adelante su chantaje de la amnistía, recuperará el Ejecutivo de su región, y emprenderá un camino decidido hacia la independencia.
No le auguran los demóscopos enormes resultados a ERC, cuya gestión de los asuntos cotidianos (sanidad, educación, empleo…) resulta tan nefasta que ha de reclamarle cada día fondos, concesiones, ayudas y palancas al Ejecutivo central. Aun así, su respaldo popular palidece. Apenas está sacando rédito alguno a las famosas mesas de negociación ‘con Madrit‘, cuyo eco mediático atesora con avaricia el forajido de Waterloo. Las elecciones próximas, quizás noviembre, despejarán dudas y sentenciará carreras.
PNV y Bildu: Maniobras en la oscuridad
Ocurrirá esta primavera un fenómeno prodigioso en el País Vasco. Las elecciones de abril vienen envueltas en la posibilidad de la sorpresa. La disyuntiva es clara: Una victoria electoral de Bildu que se encarama en la Lehendakaritza apoyado por el Psoe o, lo nunca visto, una coalición de los cofrades de ETA con el PNV para lanzar la campaña de la autodeterminación. La reedición del actual gobierno de los hijos de Arana y los socialistas traidores, es la tercera posibilidad, cada día más incierta. El PNV de los sacristanes falsarios aparece como una fuerza crepuscular que pierde fuelle y apoyos. Se ha sacudido de encima, muy malamente, a un Urkullu grisote y ramplón y ha tomado las riendas un zopilote con pinta de gañán, ese Ortazur que tiene también los días contados. Otra marca más al camión de la basura.
Sin el recurso de apelar al espantajo de la ultraderecha, como ocurrió en Galicia, Sánchez carece de argumentos, de estrategia, de proyectos. Sumar, su partenaire en el Gobierno, está al borde de la implosión. El PSOE asiste catatónico a su propia agonía y no hay signo alguno de que en la izquierda se mueva un dedo capaz de cambiar las cosas.
Un escenario letal para un país, en el que tan sólo aparece firme un partido, el PP, resucitado el domingo y que confía en el trampolín de las europeas para lanzarle otro golpe brutal a un Sánchez cada día más vulnerable en el altar de su soberbia.