Si el tiempo que dedicamos en España a debatir sobre el deterioro de la educación lo empleáramos en educarnos, quizá ya no tendríamos que dedicar más tiempo a debatir sobre el deterioro de la educación. Pero como la educación sigue deteriorándose y aún no hemos perdido como especie la curiosidad por los primeros principios –todo se andará–, ayer echamos la mañana debatiendo sobre la asignatura pendiente de la educación en España, título del tercer encuentro del ciclo de ideas que organiza Unidad Editorial.
Que nadie extraiga de este exordio una conclusión precipitada. No es que crea que la educación no es importante: es que creo que es lo único importante. Tanto que quizá sea un error dejarla en manos de pedagogos. El mayor error del régimen del 78 no es la politización de la Justicia, ni la cultura del pelotazo, ni que Gran Hermano haya alcanzado la decimoséptima edición impunemente: es haber abandonado la legislación educativa en manos de la moderna pedagogía.
En este momento, como en cualquier otro de la historia reciente, los políticos andan detrás de ese animal mitológico al que llaman Pacto de Estado por la Educación (PEE). El PEE es un unicornio transversal sobre el que podrán cabalgar, una vez cazado, tan cómodamente las izquierdas como las derechas, los católicos y los ateos, los partidarios del esfuerzo y los obsesos del igualitarismo. Se rumorea que Méndez de Vigo es el cazador idóneo, más que nada por la minoría parlamentaria que obliga al acuerdo; le deseamos con sinceridad la mejor de las suertes. Hará bien en escuchar a los cuatro ponentes que ayer compartieron su punto de vista sobre la cuestión, amparados en experiencias indiscutibles al frente del ministerio del unicornio: Gustavo Suárez Pertierra, EsperanzaAguirre, Pilar del Castillo y Ángel Gabilondo.
Me tocó moderarlos a mí. Uno está acostumbrado a que lo moderen, no a moderar. Resultó facilísimo, lo cual reafirma mi antipopulismo congénito: cuantos más políticos conozco, menos me gusta la gente. Bromas aparte. Si todos los políticos mejoran drásticamente como ponentes, ¿por qué fracasan luego como gestores? ¿Qué pasaría si toda la sensatez, toda la voluntad de acuerdo, todo el reconocimiento de las verdades que pronuncia el rival fueran actitudes trasladadas de la retórica al Parlamento, a despecho del interés de sigla, y plasmadas en el BOE? ¿No montaría entonces cada español sobre su propio unicornio inmaculado?
Pero no ocurrirá. No todavía, al menos, en un país que aún polemiza con los restos del general Franco. La educación no renta políticamente sino al término de una generación (15 años según Ortega), y para entonces el ministro de turno no suele seguir en política (salvo Rajoy). La reforma educativa –absolutamente necesaria, digámoslo ya, desde la guardería hasta el posgrado– sólo renta socialmente. ¿Desde cuándo el bien de una generación nutre la motivación de un político? ¿Desde cuándo su sucesor no ha llegado al cargo jurando derogar lo anterior? Por lo demás, el PEE ha de manipular sustancias tan inflamables como la religión, la ideología, la emoción paternal, la conciliación laboral. Los mantras caen sobre el bienintencionado legislador como lluvia sobre el náufrago que frota dos palitos para una hoguera. Aconfesionalidad no significa laicismo agresivo. A mi niño lo matan a deberes y su profe le tiene manía. La segregación por capacidades es el apartheid. Algo tendremos que decir los sindicatos. Los docentes no somos atendidos. Faltan recursos. Y en este plan.
La revolución digital afectará de lleno las aulas, a los programas, a los métodos. Pero el conocimiento aún no se adquiere por implantación de chips, y basta leer las noticias para descubrir que se puede ser lerdo con cinco millones de seguidores en tu canal de YouTube. Como recuerda Gregorio Luri, no hay alternativa pedagógica a los codos. Está muy bien que su hijo aprenda jugando, pero luego que no llore en unos años, cuando un surcoreano o un finés le pida otra caña en el chiringuito.