J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO 29/09/13
· La unión no tiene su novela porque siempre, ¡pero siempre!, es la culpable de los males del conjunto.
Se asombran diversos intelectuales y comunicadores españoles de que en el espacio público sólo se escuchen los argumentos de quienes propugnan la secesión de Cataluña. ¿Por qué no se oyen los argumentos a favor de la unión?, dicen. ¿Por qué no hay un discurso sobre la bondad de permanecer en España? Llama la atención la atonía del pensamiento español ante el debate independentista, en llamativo contraste con los casos de Quebec o Escocia: ¿no tiene este pensamiento nada mejor y más ilusionante que la seca legalidad para convencer a los catalanes, se preguntaba recientemente López Basaguren? ¿O mencionarles la moneda y los aranceles?
Es curiosa esta pregunta, porque el hecho mismo de formularla le da la respuesta: si usted pide a los demás razones para la unión es porque usted no las tiene por sí mismo, de lo que se deduce que España es una noción escasamente plausible para un intelectual español de tipo medio. Y, además, esa carencia de plausibilidad es probablemente la que explica el trance por el que pasa. Porque lo que sucede hoy no es que falten razones unionistas ante una crisis secesionista, sino más bien que hay una crisis secesionista porque no ha habido razones unionistas.
España no tiene relato, en primer lugar, porque España como idea avergüenza a sus ciudadanos cultos. O por lo menos les incomoda. Como diría Ganivet, es una ‘idea picuda’. Basta observar las enormes dificultades que experimentan quienes prefieren mantener la unidad nacional para definirse a sí mismos. En efecto, si el calificativo para quienes desean separarse es el de independentistas o secesionistas, el correlativo para quienes prefieren la unión sería el de ‘unionistas’ (como con toda lógica solía decir Batasuna). Y, sin embargo, ¡vade retro!, antes morir que aceptar ese nombre. Nosotros somos ‘federalistas’, ‘autonomistas’, ‘vasquistas’, ‘constitucionalistas’, lo que sea, pero ‘unionistas’ no. Suena a fascista, o a protestante irlandés. Y, sin embargo es un hecho, no un valor: si usted defiende la unidad de España como proyecto político, es usted unionista, igual que los otros son secesionistas. Lincoln, y con él millones, eran unionistas en contra de la secesión de la Confederación. Orgullosamente. Además de unionistas eran también autonomistas o federalistas, quizás, pero estos son términos secundarios. Lo contrario de la secesión es la unión, así de sencillo. Y quienes no aceptan siquiera llamarse así, ¿podrían acaso pergeñar un discurso de la unión? ¿De dónde sacarán la autoridad moral para predicarlo?
España no tiene hoy relato porque durante cuarenta años sólo se ha querido escuchar el relato de las nacionalidades y regiones, el de las identidades bonitas escritas en verso. Les recomiendo un útil ejercicio intelectual: léanse los preámbulos de los Estatutos de Autonomía de la última década. Se asombrarán de cómo se ven de progresistas, multiculturales, demócratas y perfectos, desde siempre, los ciudadanos de Andalucía, Cataluña, Valencia o Castilla y León: todos tienen una historia tan bella y tan políticamente correcta que dan ganas de llorar emocionado al leerla. Pero después de ese lloro, piensen, ¿qué sitio le queda a España en esos preciosos relatos? Pues sólo uno: el de quien estropeó la fiesta. A la unión sólo le queda el papel de la prosa, que es el prosaico.
La unión no tiene su novela porque siempre, ¡pero siempre!, es la unión la culpable de los males del conjunto. Y si no, escuchen un poco a nuestros intelectuales: España es la que crea a los ‘separadores’ con su centralismo y tiranía, España es la que no ha conseguido ‘encajar’ a Cataluña, España es la que tiene que cambiar para que sus componentes estén cómodos. La riqueza del país es tener muchos idiomas, no tener uno común a todos. Y así siempre. Decenios de nacionalismos periféricos insaciables no han movido un ápice a los creadores de opinión: la culpa es nuestra, nunca de sus miembros. Habituados como están a este sempiterno discurso de autoculpabilización denigratoria, ¿cómo se quiere ahora encontrar algo positivo en esa unión?
La unión no tiene quien le escriba poesía. A lo máximo que llegan los unionistas es a farfullar un discurso economicista sobre lo malo que sería para las regiones separarse desde el punto de vista comercial y financiero. Pero como ellos mismos se han hartado de recordarnos en esta época de crisis, es la política y no la economía la que debe dirigir la esfera pública. Es la política la que mueve el sentimiento, la que ilusiona, la que supera dificultades. Augurarles a los catalanes males económicos sin cuento si se separan de España es un mal discurso (aunque sea verdad). La ilusión sólo se contrarresta con otra ilusión, no con jeremiadas. Con éstas, todo lo más, se cierra en falso la herida.
España carece hoy de poema porque durante treinta años ha estado proscrito recitar canciones de gesta españolas en la escuela. Eso era ‘españolizar’ (vulgo, ‘adoctrinar’), mientras lo que tocaba a los gobiernos era ‘implantar la conciencia de la identidad … 1ª a 17ª’ (vulgo, ‘liberar’). Y lo hemos conseguido, a pesar de que nuestra escuela no era gran cosa en su capacidad educativa. ¿A qué viene ahora asombrarse por la ausencia de algo que se expulsó metódicamente del léxico público?
La unión es muda porque durante los últimos treinta años sólo ha servido como excusa para que los partidos nacionales (?) se peleasen entre sí ariscamente. Unos decían que los otros eran opresores por nacionalcatólicos, los otros les respondían que eran rompedores de la unidad por progresistas. Pero nunca les quedó tiempo, ni interés, para cuidar de lo suprapartidario, de lo común. España era el botín a repartir. Y así, el interés de las élites políticas y culturales locales por fomentar la identidad española ha estado en relación directa con el poder real que el Estado conservaba en las comunidades autónomas, con una marcada tendencia a la pérdida de todo incentivo al ser residual ese poder. Todos comen de algún sitio, hasta los poetas.
La unión carece de discurso porque las instituciones, y el Estado español es una institución al fin, no se sostienen ellas solas. Hay que cuidarlas un poco, hay que mirarlas con deferencia y reverencia, hay que cultivarlas en los procesos de socialización. Si no, se agostan y mueren, como parece que le está pasando ya a nuestra institución nacional común. Nada de que asombrarse, por otra parte: las naciones son creaciones humanas y artificiales, con fecha de origen y de caducidad. Probablemente, a la nuestra le ha llegado el otoño antes que a otras porque nadie ha sabido cantarla (salvo los ridículos). Y porque la hemos dilapidado en fiestas de exaltación regional. ¡Era tan gratificante el juego de liberar identidades subyugadas!
A la unión la sostienen todavía la fuerza de la inercia histórica y un cierto sentido mudo del público más simple. Que no es poco. Pero, por favor, no se les ocurra ahora a nuestros próceres, en esta hora undécima, crear un discurso de la unidad como quien encarga un eslogan a una agencia de comunicación. Seguro que saldría un adefesio. En estos trances, lo recomendable es, por lo menos, mantener la dignidad.
J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO 29/09/13