NICOLÁS REDONDO TERREROS-EL MUNDO
El autor lamenta que la moción de censura que descabalgó a Rajoy supuso la elevación del ‘Pacto de Tinell’ a una potencia destructiva que puede afectar al propio sistema.
La primera consecuencia de la moción de censura es que la política española puede representar la pluralidad de su sociedad, pero sobre todo es evidente que está rota, quebrada y dividida en dos bandos, de una forma tan radical que nunca habíamos visto desde el 78. El voto de censura es la elevación del Pacto de Tinell a una potencia destructiva que puede afectar al propio sistema. Todos unidos –independentistas, populistas, nacionalistas vascos– con el PSOE a la cabeza, en frente la derecha y el centro, y en medio nada, el vacío. Sánchez no podrá pactar con el PP que salga de la crisis provocada por la pérdida sorprendente del poder y el veloz e inexplicable mutis de Rajoy. Tampoco parece probable que el Gobierno llegue a acuerdos con Ciudadanos mientras masajea a grupos políticos decididos a situarse fuera de la Constitución y con estrategias de dura confrontación con el Estado. El presidente eligió a unos socios para llegar a La Moncloa y creo que éstos le acompañarán durante el resto de la legislatura, haciendo inevitable por mucho que los temerosos callen una política de bando o de frente en los próximos meses.
Esta política de pactos, inevitable por los apoyos parlamentarios que hicieron posible la moción de censura, provoca consecuencias de muy largo alcance. Es evidente que el PSOE se ha apoyado en partidos políticos –fundamentalmente Podemos, los independentistas catalanes y Bildu– que tienen un objetivo estratégico común: la sustitución del sistema del 78 por otro más acorde con sus ideologías. Puede que algunos socialistas, entre ellos el propio Pedro Sánchez y muchos buenistas, crean que han conseguido, con el apoyo obtenido por estos grupos, una especie de integración de los irredentos en el sistema. El futuro lo dirá y no me importaría caer en la mayor equivocación, pero en estos momentos lo que parece es que el PSOE les ha prestado algo que no tenían y necesitaban para trocar su fracaso seguro en esperanza: legitimidad política.
Efectivamente, la política del nuevo Gobierno, que tendrá un grado abrumador de políticas identitarias y memorialistas en detrimento del nosotros, de la ciudadanía como objeto y sujeto principal de la política, no me perturba en exceso porque todo esto podría recomponerse si los españoles quieren en las próximas elecciones. Lo que me parece más trascendente es cómo afecta al sistema la legitimación de los partidos contrarios a la Constitución de 78. ¿Cómo fortalecerá a los que consideran, en el mejor de los casos, que la Transición fue un periodo del que podemos sentirnos satisfechos pero que estamos obligados a superar dando pasos hacia una hipotética voluntad popular nueva? Una voluntad popular que si existiera sería minoritaria pero que ahora, después de su legitimación por parte de los socialistas, existe con más fuerza ideológica y política. Un enfrentamiento que nos devuelve a las peores etapas de nuestra Historia. Desde el 79 habíamos caminado por zonas templadas y moderadas de la sociedad española, dejando, en ocasiones traumáticamente, los deseos utópicos y finalistas en los márgenes de la política. Con el voto de censura lo periférico ha adquirido centralidad, lo radical ha adquirido legitimidad, lo minoritario socialmente se ha encaramado en la política española y todo ello no es una buena noticia para nuestra sociedad, por lo menos para los que consideramos que la moderación y la transacción son los ejes de cualquier política beneficiosa. Verán que hago mucho hincapié en el papel del PSOE. Pongo esta atención en los socialistas porque cuando han sido garantes del sistema todo ha ido bien para el propio partido, pero sobre todo ha ido bien para el sistema; en cambio, cuando los socialistas han tenido dudas o se han deslizado hacia el radicalismo ha perdido el Partido Socialista y sobre todo ha perdido el sistema.
Tendemos a analizar el pasado como algo rectilíneo, homogéneo; definimos periodos y épocas como buenas o malas, sin matices. Sin embargo, la realidad no sólo admite matices, también acepta de buen grado lo que desde puntos de vista individuales parecen contradicciones y no son más que planos distintos de la Historia. Creo que el sistema del 78 en vez de fortalecerse en términos muy generales se ha ido debilitando. Los distintos presidente españoles, a los que solemos juzgar en blanco o negro, han dejado herencias diversas y contradictorias. Desde los inicios de la Transición unos presidentes han afianzado el sistema, otros han conseguido una sociedad más próspera y alguno ha hecho más feliz a la sociedad española, ampliando el catálogo de los derechos individuales. Pero ninguno tuvo en cuenta la necesidad de generar sentimientos de orgullo, de unidad –civiles, laicos y republicanos– en la sociedad.
Todo se ha reducido a esperar que la satisfacción de las necesidades económicas –no cabe ninguna duda sobre el incremento del bienestar de los españoles durante estos últimos 40 años– nos enorgulleciera y nos uniera. El miedo a unos sentimientos irredentos y asilvestrados, que en el pasado nos llevaron a conflictos y guerras, impuso la ausencia de sentimientos imprescindibles para cualquier sociedad, también para sociedades avanzadas y democráticas. La ausencia de sentimientos de convivencia, de pertenecía a una nación o de orgullo más por lo que podemos hacer que por lo que hicieron generaciones anteriores, ha tenido consecuencias evidentes. La primera es que todas las expresiones sentimentales de patriotismo español nos han terminado por parecer sospechosas. La segunda es que no nos sabemos defender cuando otros, con la pretensión de ocupar totalmente el espacio público, utilizan radicalmente, con fanatismo y sin respeto a las leyes, sentimientos exacerbados.
EN LA GESTIÓN de Rajoy tampoco debemos buscar un dictamen definitivo, sólo posible para los más adictos o en las charlas de tasca. Supo enfrentarse a la amenaza de la Unión Europea de llevar acabo un rescate económico en España, pero, sin embargo, convirtió la contestación a las amenazas políticas de los independentistas catalanes en un largo proceso judicial. Todo parecía inevitablemente gris, sólo oíamos los autos judiciales, desapareciendo la política, que en ocasiones nos obliga a tomar medidas ingratas y a cambiar el prestigio (encuestas) y la tranquilidad del momento por el reconocimiento de la Historia.
El séptimo presidente, del que sería injusto y estúpido hacer una biografía de su vida política, ha cambiado, no sé si para siempre, reglas no escritas de la Transición. La división política sobre los aspectos fundamentales de nuestro espacio público español será más profunda después de la moción de censura y su elección ha legitimado políticamente a los partidos que impugnan el sistema del 78. Sin embargo, la crisis catalana no tendrá solución si no se llega a un acuerdo entre los partidos nacionales por el cual las políticas para hacerle frente, sea cual fuere el signo político del Gobierno, sean duraderas y permanentes. Es y será un grave error, con repercusión en el sistema del 78 y en la propia idea de la nación española, el cambio de las políticas para Cataluña según quién gobierne, porque de esta forma anunciaremos a los independentistas que siempre tendrán esperanza, que siempre les quedará el recurso de esperar a los cambios que se vayan produciendo en «Madrid».
Con una política variable, según quién gobierne en Madrid, no sólo podrán mantener su esperanza, sino que también podrán jugar con los diferentes gobiernos, llegando a tener poder para poner o quitar gobiernos y erigiéndose en los verdaderos protagonistas de la política española, tal y como ha sucedido en España hace sólo unas semanas. Pero hoy en día y por desgracia para nosotros, me temo que ese deseo de enfrentar el conflicto catalán con políticas de Estado es exclusivamente un deseo, tan bienintencionado como imposible.
Nicolás Redondo Terreros es miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.