ABC-IGNACIO CAMACHO
Draghi supo demostrar que la comunicación política consiste en lograr que las decisiones se expliquen por sí mismas
SI un dirigente público, pongamos que español, dijese en medio de una crisis descomunal que va a hacer todo lo que haga falta y que eso bastará para arreglar el problema, la gente correría despavorida a encomendarse al santo de su devoción más íntima. Pues bien: eso fue exactamente lo que dijo Mario Draghi en julio de 2012 cuando el euro se desangraba, las deudas nacionales eran un chicharro y países como España o Italia amenazaban con la quiebra o el rescate que habían sufrido Grecia, Portugal e Irlanda. Y aquel discurso del «believe me» –«créanme: será suficiente»– funcionó como un ensalmo para aplacar los mercados. Por dos razones: porque su autor tenía la autoridad necesaria y también el dinero suficiente para respaldarla. Pero la presión bursátil que amenazaba con el desastre se aflojó de inmediato, antes de que el Banco Central Europeo abriese el grifo de su famosa manguera de bonos soberanos. Bastó con su palabra para que volviese la calma. Nadie la cuestionó, nadie la puso en duda, nadie la dio por vana. Eso se llama respeto, ascendiente, prestigio, y es lo que más se echa de menos en el páramo en que se ha convertido el oficio político.
Éste no es un artículo sobre economía. El balance final del mandato de Draghi y de su estrategia de expansión monetaria corresponde a los expertos y por ahora no se ponen de acuerdo. En lo que sí hay consenso es en que aquella conferencia providencial de Londres fue esencial para salvar la estructura unitaria del proyecto europeo. El presidente del BCE tenía crédito en su doble acepción: credibilidad moral y soporte financiero. Y lo ejerció como se ejerce todo liderazgo, con determinación ejecutiva, independencia y denuedo. Con un dominio incuestionable de la verdadera comunicación política, que no consiste en el artificio de la propaganda sino en el sentido de la oportunidad y de la medida, en la capacidad de pronunciar en el momento adecuado la frase precisa y en hacer que las decisiones se expliquen por sí mismas. Sin grandilocuencia, sin adorno, sin exageración, sin demagogia vacía: con tono serio y mirada fría, con el énfasis justo para que todo el mundo entendiese –y confiase– que aquella promesa iba a ser cumplida. Un monumento histórico de claridad conceptual y concreción expresiva.
Cuando se observa todo este fatuo despliegue de fatuidad y de verborrea, la gesticulación alborotada de los Johnsons y de los Salvinis, la inmadurez pedestre y hueca de los Sánchez y de los Iglesias, la alocución seca y contundente de Draghi contrasta con ribetes casi churchillianos de energía y eficiencia. Sobre todo porque no fue un farol: dos días después estaba en marcha el mecanismo de estabilidad de la deuda. Un hombre de pocas palabras, un banquero acostumbrado a la discreción del silencio, eligió el momento, habló y le creyeron. A ver cuántos líderes contemporáneos pueden presumir de eso.