Hasta qué punto sentimos lo que decimos, o lo que hacemos? ¿Hasta qué punto llevamos una vida propia o una vida alienada? No se trata de pretender originalidad, sino autenticidad. Es un problema de veras personal.
Otro asunto es el mundo del arte, donde se impone una presencia del valor económico inseparable del artístico. Pensando en esas obras, el ensayista alemán Walter Benjamin resaltaba en 1939 que su reproducción en serie ocasiona una pérdida sustanciosa del original, aunque ésta se advierta menos al compás de una inferior sensibilidad por los detalles. La autenticidad de una cosa, decía Benjamin, encarna lo que de ella se puede transmitir como específico. Su repetición la hace diferente. Un profesor no hace dos clases iguales, aunque repita lo mismo.
Si hablamos de política, nos encontramos con un repertorio de lugares comunes continuamente explotados sobre la ciudadanía, que ponen a prueba la madurez de ésta y su vulnerabilidad. ¿Pensamos lo que repetimos? Desde el siglo XX se ha ido calificando de fascista o de comunista a todo aquel a quien se quisiera desactivar y demonizar. Lo hacía Stalin con los trotskistas, lo hacía Franco con los demócratas; ambos con cinismo, agitaban el espíritu intolerante y burdo que habían impuesto con eficacia.
Pier Paolo Pasolini, cineasta, escritor y eurocomunista, rechazaba la muletilla de ‘fascista’ como expresión populista, e insistía en el deber de los intelectuales de «desnudar todas las mentiras» que se nos arrojan encima y no hablar para complacer. Las falacias nos vienen de todos los lados, de forma inagotable. Si no te plantas ante ellas, te devoran y te conviertes en magma.