Rubén Amón-El Confidencial
- Pedro Sánchez podría haber dimitido, pero el sacrificio de los fieles y la carne fresca de los nuevos ministros predisponen un ejercicio de reanimación política que lleva al extremo la impudicia del sanchismo
Puede que fuera un problema óptico, un detalle en la iluminación, pero la comparecencia de Sánchez en la Moncloa trasladó una imagen de rejuvenecimiento, como si le hubieran desaparecido las canas, y como si la crisis —la catarsis de la matanza— le hubiera proporcionado un aspecto lampiño.
Sería la manera de metabolizar el ejercicio de vampirismo que describe el sacrificio de los ministros más allegados y de los colegas más remotos. Sánchez ha consumido la sangre de todos ellos. Y necesita ahora carne fresca, le urge abastecerse de nuevos voluntarios o de ingenuas cobayas que se ofrezcan a su programa de inmortalidad política.
Un nuevo Gobierno. Un nuevo Sánchez. Y un proceso de purificación personal que asemeja al retrato de Dorian Gray. El patriarca socialista se ha despojado de las arrugas y de cualquier otro síntoma de decadencia, hasta el extremo de que el criterio de promoción ministerial expuesto en la masacre del 10-J —ministros jóvenes, más mujeres— evoca la dieta proteica del conde Drácula en el castillo de Transilvania.
A Sánchez no le importa estar más joven y saludable, sino parecerlo, igual que le sucede al protagonista de la novela de Oscar Wilde. No existen principios ni amigos para alcanzar el elixir de la eterna juventud. Sánchez necesitaba reanimarse. Y ha elegido el camino de ultratumba. Ha liquidado a los fieles. Ha seducido a los nuevos costaleros.
En realidad, la traumática crisis de Gobierno bien podría haber empezado y terminado por la cabeza del patriarca. Se amontonan las razones que justificarían la dimisión de Sánchez. Y no porque Casado la reclame cada miércoles malgastando las balas de plata como en una atracción de feria, sino porque la legislatura se resiente de una gestión temeraria y negligente que el líder socialista aspira a encubrir con los recursos comunitarios. Ni las vacunas ni las ayudas son mérito de Sánchez. Las primeras las ha negociado la Comisión. Y los 140.000 millones representan la dimensión de la catástrofe económica y sanitaria nacional.
A España se la ha asistido tanto como a Italia en respuesta al tamaño de la catástrofe, no por los méritos de la negociación ni por la cualificación del jefe del Gobierno en las urgencias presupuestarias. Tendrían que valorarlo con más sensatez los charlatanes de Vox cuando sabotean la UE y reclaman, a la vera de Orbán, la noción del viejo Estado. Ocurre que el ‘monstruo de Bruselas‘ ha garantizado a España el abastecimiento de vacunas y el dinero para sufragar el desastre del coronavirus a condición de la transparencia y de unas cuantas reformas estructurales.
Tendrían que valorarlo con más sensatez los charlatanes de Vox cuando sabotean la UE
No hay razones para presumir. Y sí las hay en Moncloa para convertir las vacunas y los dineros en los motores que propulsan el Gobierno de Sánchez en el umbral de la crisis del Ejecutivo. Porque Sánchez ha convertido la criba del 10-J en un ejercicio cínico de exoneración. Se trata de glorificarse sobre la osamenta de los ministros malogrados. Y de hacer autocrítica de los demás, despojarse de los colegas carbonizados, incluso aquellos que más han expuesto la reputación y la salud.
Los éxitos de la legislatura corresponden a Sánchez. Y los errores recaen en sus obispos. Por eso los ha degradado al escarmiento de una suerte de examen veraniego. Y por la misma razón aspira a convertir el nuevo gabinete en un escuadrón enjuto, fanático y leal.
La gran sorpresa hubiera consistido en la noticia de su propia dimisión. Y no por falta de argumentos. El cesarismo sanchista contradice la idea de un Gobierno colegiado en el que puedan localizarse las responsabilidades. Es Sánchez el responsable de la crisis institucional y el rehén del soberanismo. Es Sánchez el timonel ebrio de la pandemia. Es Sánchez el gran profanador de la separación de poderes. Es Sánchez el artífice de una política exterior errabunda. Es Sánchez el inductor de la polarización política. Y es Sánchez, incluso, un pésimo secretario general del PSOE.
Es Sánchez el responsable de la crisis institucional y el rehén del soberanismo
Lo demuestran los errores que han reanimado al Partido Popular cuando las elecciones catalanas parecían haber sepultado la sede de Génova 13. Se precipitó entonces la moción de censura de Murcia. Y sobrevino un terremoto político y electoral que aplastó a los socialistas en Madrid y que ha regalado a Pablo Casado el insólito burladero de la alternativa.
Sánchez ha contorsionado la nación que gobierna. La ha subordinado y desfigurado a su conveniencia. Las cosas le van bien a España cuando los intereses de Sánchez coinciden con los del país —por eso es una gran noticia el ascenso de Nadia Calviño—, pero sucede lo contrario cuando prevalece el criterio darwinista de la propia supervivencia.
Un buen ejemplo es el tratamiento humillante dispensado al ministro Garzón. El titular de Consumo no hizo otra cosa que exponer un pasaje de la Agenda 2050 respecto al escrúpulo ecologista y la amenaza de las tradiciones carnívoras, pero la dimensión social de la controversia dio lugar a una desautorización extrema, populista y populachera.
Sánchez abusaba de un ministro débil. Marcaba un golazo por la escuadra a los aliados de Unidas Podemos. Y renegaba de sus presuntas convicciones ecologistas incurriendo en un mayúsculo ejercicio de cuñadismo, igual que hizo Mariano Rajoy cuando desmintió el calentamiento global invocando el testimonio de su primo.
Sánchez carece de principios, pero tiene buenos finales. No cabe por tanto fantasear con una inmolación, sino más bien encender los focos de una purga ejemplar y ejemplarizante que instala al presidente del Gobierno en el manantial de la eterna juventud mientras España se pudre por dentro, como el retrato de Dorian Gray.